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Hace treinta años, en la década de los ochenta, las Fallas eran muy diferentes de lo que conocemos en la actualidad. No hablo del monumento sino de la fiesta. Para empezar, no existía la costumbre de que las comisiones instalaran gigantescas carpas en mitad de la vía pública. Los casales concentraban la actividad festiva y durante los días grandes salían a la calle, con algunas mesas y sillas, algún que otro tenderete, pero todo efímero. Valencia no se veía invadida por churrerías, 'food trucks' y puestos de venta de todo tipo de productos, así como por mercadillos ambulantes. La venta de buñuelos se realizaba en las chocolaterías y en las heladerías, así como en algunos bares y cafeterías. Las verbenas eran contadas, alguna en el Ensanche (Grabador Esteve), otra por la zona universitaria (Woody), la de Blanquerías, los conciertos en la Alameda y poco más. Desde luego no había en cada comisión, a veces con el sonido de una solapándose con el de la vecina, con botellones por doquier... Muchas calles se iluminaban y decoraban, pero en Ruzafa no había una competición entre sus calles por ver cuál pone más luces. Las comisiones eran menos numerosas, las despertaes más frecuentes (no como ahora) y a la mascletà podías llegar diez minutos antes y verla sin apreturas. Todo eso, poco a poco, fue evolucionando. La fiesta se ha ido haciendo grande y masificando. Al igual que ha cambiado el turismo en todo el mundo, lo ha hecho en Valencia. Las Fallas concitan estos últimos años verdaderas riadas de jóvenes visitantes que o bien se alojan en los apartamentos turísticos que florecen en el centro de la ciudad o directamente en casas de amigos a los que han conocido y con los que intercambian alojamientos, tú me invitas en Fallas y yo cuando necesites venir a Madrid, o a Barcelona... o a Berlín, que el fenómeno no es exclusivamente nacional, los Erasmus han tejido entre sí una completísima red de relaciones internacionales. De aquellas fiestas locales con algo de presencia exterior hemos pasado a las Fallas Patrimonio de la Humanidad, que son a la vez un gran reto, una oportunidad, pero también un riesgo. El riesgo es que su masificación, la 'mochilización', la generalización de churrerías y la extensión de verbenas por los barrios, con la suciedad, ruido y molestias que todo ello conlleva, acabe convirtiendo la fiesta en un acontecimiento del que huya no sólo muchos valencianos sino la mayor parte del potencial turístico que en otras circunstancias podría animarse a venir. El turismo 'low cost' es difícil de combatir, pero la reordenación de actividades en las comisiones, evitando los excesos, sí que compete a unas autoridades municipales que, mientras el resto del año alertan contra la 'turistización', en Fallas lo consienten todo. O casi todo.

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