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Una buena fotografía en una playa durante las vacaciones o una opinión inoportuna sobre algún personaje público la hace casi cualquiera. Ni Facebook ni Twitter, aplicaciones que se nutren más de impulsos que de reflexiones, se pueden concebir como los baremos infalibles para valorar los méritos profesionales y aptitudes vitales de los demás. Lo mismo se puede decir de Instagram, donde los protagonistas ofrecen una imagen parcial o interesada de sí mismos, algo así como la que se desprende de los famosos que posan en las revistas de moda. Resulta cuanto menos paradójico que desconfiemos de las redes sociales cuando los usuarios las emplean para practicar el exhibicionismo de la felicidad (celebraciones opíparas, paisajes recónditos, etcétera), pero las consideremos dogma de fe cuando los tuiteros, que luego alcanzan algún tipo de poder político o relevancia pública, vierten sus críticas, fobias, odios y bromas.

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