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mal empieza la reforma constitucional

La ausencia de iniciativas de consenso entre los partidos sugiere que en el mejor -¿o en el peor?- de los casos caminamos hacia un simple intercambio de cromos

carlos flores juberías

Miércoles, 13 de diciembre 2017, 10:54

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Decíamos semanas atrás que todos los partidos del arco parlamentario -salvo Esquerra y el PDCat cuyos diputados andan todavía por Madrid, un poco como esos piratas de las películas, abandonados por su capitán en una isla remota y llena de peligros- han dicho por activa y por pasiva que la reforma constitucional es de todo punto inaplazable. Que después de tantas iniciativas pospuestas la cosa va en serio.

Sin embargo, el modo en el que unos y otros han querido hacer arrancar el proceso no parece el más adecuado para que éste acabe desembocando en el final feliz que todos dicen desear.

Está, en primer lugar, la disparidad de los objetivos. Mientras que el PSOE, y en cierto modo también Ciudadanos, han hecho patente su preferencia por una reforma amplia del texto constitucional, quien sepa leer entre líneas ya habrá captado que para los populares sería preferible una reforma de mínimos, que a la vez satisficiera las ansias de renovación de unos sin para ello adentrarse en terrenos que pudieran acabar siendo comprometidos para otros. Mientras que en sus antípodas, Podemos y sus convergencias preferirían dinamitar desde la base el sistema constitucional de 1978, y solo se contentarían con una reforma sustancial del mismo si no hubiera otra posibilidad a su alcance.

Está en segundo lugar, la disparidad de contenidos. Una disparidad propiciada por la indefinición de los grandes partidos a la hora de acotar el propósito de la reforma, y que no hace sino incrementarse exponencialmente cada día que pasa, conforme los diferentes partidos, colectivos, grupos de interés, y hasta gobiernos autonómicos -caso valenciano- ven llegado el momento de elevar el «qué hay de lo mío» al rango de principio constitucional. De modo que una reforma justificada en la necesidad de encauzar de una vez por todas nuestro caótico sistema autonómico, muy probablemente acabe enredándonos en un debate -perfectamente prescindible- sobre la laicidad del Estado, la perspectiva de género, los derechos del colectivo gay, el sistema electoral, y que se yo qué otros problemas que hemos venido resolviendo razonablemente bien en las ultimas cuatro décadas sin necesidad de llevarlos al marco constitucional.

Y está en tercer lugar la falta de método. Uno podría pensar que si tan necesaria era desde hace tanto tiempo la reforma constitucional, los partidos tendrían ya claramente identificados sus objetivos y no restaría sino que se sentaran a negociar cuáles y como serían plausibles. Pero la total ausencia de concretas iniciativas de consenso entre los partidos me produce la sensación de que no es así como se están haciendo las cosas, y me hace augurar en el mejor de los casos un simple intercambio de cromos: un «te concedo la laicidad si no me tocas el sistema electoral», respondido con un «conforme, pero regálame el derecho a la vivienda y me olvido de la Corona». Eso en el mejor... ¿o quizás en el peor de los casos?

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