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CUANDO UN NIÑO MATA ES QUE TODO HA FRACASADO

La máxima responsabilidad es de los padres, está claro, pero cuando ocurren tragedias como las de Bilbao es que ha fallado todo el sistema: la escuela, los servicios sociales...

EMILIO CALATAYUD TITULAR DEL JUZGADO DE MENORES NÚMERO 1 DE GRANADA

Jueves, 25 de enero 2018, 12:48

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Que un niño mate es un hecho excepcional. Lo sé por experiencia. Actualmente soy el juez de Menores de España con más años de ejercicio. Llevo treinta años en esta trinchera y habré juzgado ya a unos 20.000 chavales, pero sólo unos veinticinco habían cometido un homicidio o un asesinato. Así que los desgraciados sucesos que han ocurrido durante los últimos días en Bilbao, con cuatro adolescentes implicados en muertes violentas -uno de ellos, además, ni siquiera tenía catorce años, que es la edad a partir de la cual se le puede exigir responsabilidad penal-, son, por suerte, una anomalía. Es conveniente recalcarlo para no generar más alarma social que la que ya existe.

El 80% de los niños y jóvenes que cometen delitos no son delincuentes. Luego, hay otro 10% que pueden salir adelante trabajando mucho con ellos. El restante 10% son carne de cañón, chicos intratables que responden a cada oportunidad que se les da con nuevos crímenes. Yo solo he tenido que vérmelas con tres o cuatro de estos chicos irrecuperables. Con sólo catorce años, uno de ellos mató a su hermana de seis. Después, siendo mayor de edad, ha sido condenado por tres asesinatos. En casos como este, lo único que podemos pedir es que no nos toque.

Pero lo normal, y aunque el hecho cometido sea muy grave, es que salgan adelante, que, a fin de cuentas, es lo que nos exige la ley a todos los que trabajamos en la justicia de menores. En este sentido, que un niño mate significa que ha fracasado todo. Y, en primer lugar, los padres. Educar es una combinación de cariño y límites. Tenemos que aprender a decir 'no' a nuestros hijos, que no se van a traumatizar por eso. Tan malo es darle todo a un hijo como no darle nada. Si un niño hace siempre lo que le da la gana, lo mínimo que puede pasar es que acabe sacudiendo a sus padres o al presidente del Gobierno, como le ocurrió a Mariano Rajoy en Pontevedra. Por tanto, no hay que ser rácanos a la hora de ejercer la autoridad.

La máxima responsabilidad es de los padres, está claro, pero cuando ocurren tragedias como las de Bilbao, es que ha fallado todo el sistema: la escuela, los servicios sociales, etc... ¿Qué hacen unos niños de catorce años merodeando por ahí? ¿Cómo se comportaban en la escuela..., si es que iban? Y si no iban, ¿por qué no se actuó contra los padres? La justicia debe ser el último recurso, pero, a veces, es el primero porque todo lo demás ha fallado.

No obstante, el hecho de que exista una responsabilidad compartida no quiere decir que los chicos no tengan que pagar por sus fechorías. Aunque hay quien lo cree, o lo dice abiertamente, la justicia de menores no es una ONG.

Tendrá sus defectos y sus virtudes, pero no, no es blanda la Ley del Menor. Y lo demuestro con una comparación que algunos han calificado como demagógica. Puede que lo sea. Un niño de catorce años que ha cometido dos asesinatos puede ser encerrado durante doce años si pertenece a un grupo organizado o durante diez, si no está integrado en una banda criminal. Pues bien, hay terroristas con diez o veinte muertos a sus espaldas que han cumplido condenas de entre veinte y treinta años de prisión. ¿A cuánto le sale el muerto al terrorista? ¿Qué ley es más dura, la de los adultos o la de los menores?

Por otra parte, es un error plantearse una hipotética reforma de la Ley del Menor al calor de la hoguera de la indignación ciudadana. Las leyes han de modificarse, siempre que se demuestre necesario, con sosiego y calma.

En cualquier caso, la responsabilidad de cambiar una ley corresponde al poder legislativo y a él es el que hay que dirigirse. Los jueces no hacemos las leyes. Las aplicamos e interpretamos con mayor o menor acierto. Por mi parte, debo insistir en que la norma está funcionando razonablemente bien. Repito el dato que daba al principio de está reflexión: el 80% de los menores que delinquen no son delincuentes y, por tanto, no reinciden.

Cuando entró en vigor la Ley del Menor, en el año 2001, el 80% de los chavales que nos llegaban se nos morían por la heroína y por la mala vida. A la mayoría no podíamos reinsertarlos porque nunca habían estado insertados. Unos años después y gracias a la inversión en materia de menores, que en la mayor parte de las comunidades ha sido generosa, el panorama es bien distinto. Sacamos adelante a los que cometen infracciones leves, pero también a los que atentan contra la vida de los demás.

La mayoría de la docena de chicos a los que he condenado por haber sido responsables de un homicidio o un asesinato no han vuelto a delinquir, trabajan y tienen una familia.

Sé que nada de esto servirá de consuelo a los allegados de las víctimas y lo comprendo: su dolor merece todo nuestro respeto y nuestra solidaridad. Pero recuperar para la sociedad a un niño que ha matado es, ante todo, un signo de civilización.

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