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Jueves, 9 de noviembre 2017, 10:15
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La polémica es nuestra fiel compañera y se diría que un extraño virus esclaviza nuestra existencia. Necesitamos lío, caña, marcha, follón, trifulca, gresca. Parece que sólo con el enfrentamiento hidratamos nuestra sesera y tonificamos nuestros músculos. Ya desde el desayuno callejero, ese cafelito que supone nuestro combustible, practicamos la modalidad de tertulia «barra de bar» y por eso discutimos con el camata y con los parroquianos. Conviene aterrizar espídico y encrespado en el curro. El penúltimo arrebato que nos sacude se lo debemos al uniforme de la selección española de fútbol. Pero les confieso que me encanta esta polémica porque nos traslada hacia las fronteras más chapuceras de nuestra sociedad, por absurda y marciana, y también porque nos distrae del asunto catalán y esa peregrinación aérea de unos alcaldes mutados en severos tíos de la vara. Entre el fervor patriotero de los alcaldes de pueblo visitando Bruselas amogollonados, congestionados, y el frikismo futbolero, prefiero lo segundo. Desde luego, escasamente dotado para destripar los misterios plásticos, jamás habría concluído que nos colaban en la camiseta la bandera republicana. Mi visión es algo bruta y en cualquier caso primitiva. O me gusta o no me gusta. Soy así de simple, qué le vamos a hacer. Y me disgusta porque esa ristra de rombos laterales se me antoja un espanto, una modernez innecesaria, un arabesco geométrico muy del estilo 'La fuga de Logan' inyectado por un burdo toque arlequinesco. Entiendo que precisan cambiar el aspecto de la camiseta para vender otras tandas de prendas entre los aficionados militantes. La máquina del balompié traga furia de millones. Y es que, el fútbol, como el independentismo, hace tiempo que dejó de ser un sentimiento para convertirse es un negocio. Un 'negoci', vaya. Viva la pela.
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