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A menor distancia que Éfeso y Jerusalén

PEDRO PARICIO AUCEJO

Jueves, 17 de agosto 2017, 18:00

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En la Antigua Grecia, Éfeso -a orillas del mar Egeo- fue un destacado centro comercial y cultural, cuna de Heráclito (550-480 a. C.), el filósofo del ‘todo viene y va’ o perpetuo fluir de un mundo en eterno retorno. Hoy es territorio turco, de floreciente atracción turística por sus ruinas clásicas. Una de las visitas más frecuentes a esta ciudad es la motivada por las peregrinaciones a la Casa de la Virgen María, en Selçuk, localidad cercana a Éfeso. Es un lugar solitario, de suaves y fecundas colinas, en el que actualmente hay una capilla -construida encima de restos originales con materiales del siglo I-, resultado de la restauración realizada en 1950. Allí es donde, según una versión de la tradición cristiana, San Juan Evangelista, después de dejar Cristo este mundo y huyendo el apóstol de la persecución en Jerusalén, llevó a la Virgen María, que vivió allí hasta su asunción a los cielos.

Casi dos mil kilómetros de distancia terrestre separan Éfeso de Jerusalén. La Ciudad Santa es la protagonista de la segunda versión sobre los hechos relacionados con la muerte de Nuestra Señora, según la cual su cuerpo fue depositado en un sepulcro en el valle de Cedrón, a los pies del monte de los Olivos, cerca de la actual Basílica de Getsemaní. Allí, en el siglo IV, se construyó una iglesia que incluía el supuesto lugar del Tránsito de María, acontecido en una vivienda cercana. Aunque este templo experimentó varias destrucciones y restauraciones en los siglos siguientes, nunca quedó desvinculado del recuerdo de aquel hecho, por lo que, en 1910, se edificó una abadía benedictina con una basílica anexa dedicada a la Dormición de la Virgen.

Diversos documentos históricos avalan ambas interpretaciones sobre el lugar -Éfeso o Jerusalén- en el que Santa María vivió después de Pentecostés. Por su parte, la Sagrada Escritura aporta pocos detalles acerca de sus últimos años; más aún, no recoge el momento ni el escenario en que se produjo su asunción a los cielos. De este modo, no puede llegarse a conclusión definitiva al respecto. Sólo cabe la remisión a la fe en el misterio de la Asunción de la Virgen y al culto que progresivamente fue desarrollando la comunidad cristiana desde los primeros siglos, así como al contenido dogmático establecido por el Magisterio eclesial en 1950, que afirma la glorificación del cuerpo de María después de su muerte y su partida, junto con el alma, al Cielo.

De Oriente a Occidente, en el corazón del mes de agosto, la Iglesia celebra esta solemnidad con una devoción que derriba las fronteras de las naciones y las une en su amor a la Madre de Dios y de los hombres. Generación tras generación, se ha encontrado en Ella la conjunción entre el cielo y la tierra. En España, multitud de poblaciones celebrarán a su Patrona con diversidad de actos matutinos y vespertinos. Aquí, en Valencia, el festejo humano del misterio divino se vestirá con la mediterránea musicalidad de nuestra tierra. Mientras el incienso -flotando entre un aroma de murta y nardo- vuele al socaire de pétalos de rosas, se elevará al cielo la plegaria del pueblo fiel: «Al matí, cap al llevant, quan naix el dia,/ les campanes van dient: Ave Maria./ Alabat siga sempre el nom teu,/ Santa Maria, Mare de Déu!/ Sol ben alt i esplendorós, quan és migdia,/ les campanes van dient: Ave Maria./ Alabat siga sempre el nom teu,/ Santa Maria, Mare de Déu!/ Allà tard, cap al ponent, quan mor el dia,/ les campanes van dient: Ave Maria./ Alabat siga sempre el nom teu,/ Santa Maria, Mare de Déu!»

Y es que, con esta conmemoración, se evoca la glorificación de quien, siguiendo el razonamiento de San Vicente Ferrer (1350-1419), tuvo la vida buena (la vida natural, que es buena a pesar de ser temporal), conservó la mejor (la vida de la gracia, que es mejor que la natural porque es espiritual), pero eligió la óptima (la vida de la gloria, que goza con su Hijo en el paraíso). Por ello -concluye nuestro clarividente paisano-, «la asunción de la bienaventurada Virgen María [es] fin y compendio de toda su vida».

Pero, con ser esto mucho, no lo es todo. Con esta festividad no sólo se celebra un misterio mariano. Como indicara Benedicto XVI (1927), «la Asunción es una realidad que también nos toca a nosotros, porque nos indica de modo luminoso nuestro destino, el de la humanidad y el de la historia. En María contemplamos la realidad de gloria a la que [todos] estamos llamados». Se trata de un hecho que, ya en el otoño de la Edad Media, preludió también nuestro Santo Patrón. Según él, del mismo modo que María eligió la mejor parte -la vida gloriosa-, «todos hemos de desear esta gloria. Dios nos hizo rectos para que deseemos y tendamos hacia el paraíso». Esta convicción vicentina del anhelo de peregrinación hacia la patria celestial anida en la intimidad del espíritu humano, un templo mucho más accesible y seguro que los lejanos y dudosos de Éfeso y Jerusalén.

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