Borrar
Urgente Aemet avisa de un inminente cambio de temperaturas en la Comunitat Valenciana

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

Correteábamos durante la pausa del recreo por el patio del colegio francés que educó mis primeros años allá en Tánger y, si de repente aparecía el director, un hombre alto de ojos azules entrecerrados como ranuras de hucha, de pelo blanco y eterno pitillo 'Gitanes' colgando del labio, nos deteníamos en seco para ofrecerle un cabezazo militroncho a modo de saludo respetuoso. Incluso si estabas delante del portero en situación clara de obtener un glorioso gol, abandonabas el trance heroico para propinar ese cabezazo acompañado de un «Bonjour monsieur le directeur». El Tánger decadente, postcolonial, era así. Si escamoteabas esa muestra de respeto, ese mismo director te soltaba un feroz bofetón que penalizaba el desacato. Jamás padecimos amnesia. Ese legendario bofetón que fertilizaba nuestros rumores mantenía frescas nuestras neuronas. Cuando regresábamos de vacaciones a Valencia, escuchaba a mi madre contarle lo del «cabezazo» a sus amigas como algo realmente pintoresco. No entendía yo aquel revuelo: para mí era normal inclinar la testuz ante el todopoderoso director, mis compañeros y yo lo teníamos asumidísimo y no nos molestaba. Formaba parte de nuestra vida. Punto. Macron quizá abusó de su posición cuando machacó al chavalín atolondrado que le trató como a un coleguita, pero el presidente francés, acaso Manu en la intimidad con su esposa Brigitte, está empeñado en devolver la autoridad a los profesores y de paso resucitar la disciplina en las, antaño modélicas, aulas gabachas. Una vez instalados en Valencia no olvido mi primer día en el instituto. Aterrizó el docente y dijo: «Me llamo Joaquín Peláez, pero llamadme Chimo». Les aseguro que recuerdo con mayor cariño al dírector canoso que al tal Chimo. Y desde luego aprendí mucho más con aquel hombre de supuesta mano rápida.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios