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Hostias

Como un aviador ·

Mikel labastida

Jueves, 12 de octubre 2017, 09:40

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Convivimos con las hostias casi desde que comenzamos a vivir. Están ahí, existen. Igual que nos acostumbramos a las muestras de cariño, a la sensación del frío y del calor o a la necesidad de amparo, hemos de habituarnos a las caídas en lugares inapropiados, a los tropezones cuando intentamos emprender algo, o a los choques y coscorrones inesperados. Esas acciones nos duelen, nos desconciertan, nos hacen llorar. Son hostias, aunque de momento no sabemos identificarlas como tal. Tratamos de evitarlas, eso sí. Nos damos cuenta de que no nos gustan, de que no nos hacen sentir bien, de que nos provocan angustia y miedo.

Las hostias llegan a veces de otros. Cuando somos niños en ocasiones nos topamos con ellas envueltas en justificaciones falsas. Una bofetada a tiempo evita muchos males, nos dicen. Mentira. Se recurre a las hostias cuando no se encuentran palabras, cuando no se atiende a razones, cuando no se respeta, cuando no se es capaz de exponer argumentos. Las hostias son fracasos y herramientas que solo utilizan los mediocres, los que optan por la fuerza porque carecen de mejores recursos. El moretón o la sangre en el otro son sus míseras victorias.

De las hostias se aprende: Otro falacia que se ha extendido y que forma parte de un acervo que deberíamos despreciar y en ningún caso transmitir. El aprendizaje llega de mil maneras, pero nunca a través de nada que acarree violencia. De las hostias se huye, aunque sean metafóricas. Aunque las estampe la vida. Nadie las busca para sí, ni las comprende, ni las reivindica. Ninguna está justificada, por mucho que a veces a algunas personas les cueste comprenderlo. Es que van provocando, aluden como excusa tras la que parapetarse. ¿Provocan qué? ¿El odio? ¿la intolerancia? ¿la rabia? Quien padezca alguna de estas enfermedades debería pensar en terapias o pastillas que suministrarse en lugar de repartir golpes, tortas o patadas. Nunca son merecidas. Quien venda esa consigna se engaña y engaña.

Tan terrible es dar una hostia como ser cómplice del que la da. Son cómplices los que animan, los que callan cuando otros golpean, los que jalean al que alza la mano, los que incitan a esquinarse en los extremos, los que no condenan, los que miran a otro lado para no enfrentarse con la realidad, los que no denuncian ni se remueven, los que sacan provecho, los que no llaman a las cosas por su nombre, los cobardes.

Cuando las hostias campan libremente por las calles la sociedad se resiente, se hiere, se magulla, se enferma. Y se vuelve hostil, necesitada de curas. Tocada, con riesgo de hundirse. Habría que preguntarse quién y por qué quiere vivir en un territorio que tolere algo así.

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