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La sombra del franquismo fue mucho más alargada que la del ciprés y desde luego sin rastro de la esbelta espiritualidad que mana de ese árbol. La sombra del tenebroso franquismo nos mutiló ciertas partes de la razón provocando zonas oscuras, demonios larvados reptando en nuestras entrañas, territorios que no eran sino un tabú inviolable. Pero sospecho que, por fin, se quiebran esas ataduras y ya caminamos sin echar vistazos nerviosos hacia atrás para vigilar a ese enérgumeno que quiere robarnos la cartera. Por eso conviene darles las gracias, una y mil veces, a Puigdemont, a Junqueras y al otro independentista, a ese que gasta melena acaracolada sobre la nuca en plan «salvem la rumba». Sin ellos no habríamos logrado despojarnos de las viejas ataduras. Lo han logrado. Increíble pero cierto. Gracias a ellos el personal ha perdido sus complejos y se ha triturado la asociación hasta ahora blindada que unía lo de ser español con ejercer de facha recalcitrante del sector más franquista y rancio. Eso se acabó. Resultó interesante escuchar, en la manifa de Barcelona, el grito de «no soy facha, soy español». Esta sentencia, tan lógica, tan normal, jamás había brotado porque venimos de dónde venimos y con Franco el concepto de patria quedó reducido a la barbarie que excluía a todo aquel que no militase en la extrema derecha. Sí, se puede y se debe ser español sin mostrar facherío casposo, pero abrazar este limbo normalísimo era una misión imposible. Hasta que llegaron Puigdemont, Junqueras, el rumbero y los perroflautas. Gracias a sus delirios, a base de tensar y desgarrar la cuerda, con su brasa acerca del 'procés', la gente ha reaccionado arracimándose sin pamplinas bajo la misma bandera. Han resucitado el patriotismo español sin tintes bellacos. Nunca les estaremos lo suficientemente agradecidos.

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