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Aquellos debates absurdos y estrepitosos de 'Crónicas Marcianas' a lo mejor hoy, sometidos bajo el imperial fango de las redes sociales, sonarían inocentes, infantiles, acaso educativos. Se trataba de organizar mucho ruido amparado por una furia artificial que mantuviese despierto al espectador de medianoche anhelando la anestesia catódica tras su ración laboral. Según apuntan los manuales del ramo, la bronca o las lágrimas dificultan el zapeo porque la curiosidad nos corroe y necesitamos saber qué sucede en el programa.

Las trifulcas entre Matamoros y Enrique del Pozo rezumaban mala leche y bastante sangre. Imposible recordar los motivos por los cuales discutían con ese brío destarifado. En cambio no olvido el arma letal que empleaba Matamoros para destrozar al antaño cantante para niños Enrique (en estos debates sin Ana escoltándole). Cuando la tensión agarrotaba los contrincantes y el desgaste se dibujaba sobre sus semblantes, Matamoros lanzaba un puñetazo verbal destructivo como un fostio de aquel voraz Conor MacGregor de la primera época. «¡Cállate, cocouaua!», le gritaba. De ese modo, apelando al antiguo estribillo de la canción gallinácea y empalagosa, destruía y deslegitimaba cualquier aspiración del pobre Enrique. Esa mención hacia su pasado, el terrible «cocouaua», le trituraba. Era un golpe bajo, sucio, injusto, pero exterminador como una bomba atómica. Si Pablo Iglesias resiste a esa extravagante consulta/referendum/plebiscito acerca de su chalé, cosa harto probable, ¿cómo responderá cuando en los debates los adversarios comenten su morada campestre? Podrá recurrir a sus frases alambicadas y a su tono de profeta laico, pero cuando le arrojen el chalé contra las costillas sufrirá el efecto «cocouaua» y le resultará difícil no besar la lona. ¿Cómo se defiende lo indefendible?

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