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Urgente Detienen a una abuela y a su nieto menor de edad por traficar con drogas en la Ribera Baixa

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Hay algunos elementos en el llamado conflicto catalán que ayudan a entender por qué se ha alcanzado el nivel de enfrentamiento en que nos encontramos y que, al mismo tiempo, también sirven para hacernos una idea de cómo está España. Uno de ellos es la importancia que se da a todo lo que dice, hace, deja de hacer o deja de decir la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau. Se ha escrito incluso que el éxito o el fracaso del 1 de octubre dependía de ella, de que cediera o no los locales municipales para el referéndum, como si este detalle fuera realmente importante. La Generalitat del insumiso Puigdemont ya ha encontrado la fórmula de asegurarse disponer de espacios en los que poder poner unas urnas en la ciudad condal, si los Mossos se lo permiten, claro está, aunque ayer mismo la ínclita Colau anunció que se podrá votar en Barcelona a pesar de la advertencia del secretario. Todo el mundo anda pendiente de Colau, si va a votar o no, qué votará, si finalmente dirá que el Ayuntamiento accede a colaborar o se negará, si... Y todo ello como si Colau fuera una reconocida ideóloga, una política con una indiscutible capacidad de liderazgo, con una habilidad especial tanto para marcar estrategias a largo plazo como para las tácticas de corto recorrido y eficacia inmediata, una intelectual cuyos análisis anticipan a la perfección lo que quieren los ciudadanos, una mente preclara y adelantada a su tiempo. Cuando la realidad, y todos lo sabemos, es muy otra. Colau no es más que una activista social (que no es poco, una sociedad avanzada necesita este tipo de interlocutores entre «la gente» y sus representantes políticos) que ha llegado de rebote a la Alcaldía de la segunda ciudad española gracias a la decadencia de los partidos tradicionales, a su incapacidad de renovar discursos y cuadros dirigentes, y a una crisis económica, social e institucional que durante unos meses amenazó con llevarse por delante todo el sistema democrático que tanto había costado levantar, el ahora denostado por los podemistas 'régimen del 78'. Para entendernos, y ahora que está de actualidad por la película, Colau no es Churchill, no es Von Metternich, no es Adennauer, ni mucho menos es Kissinger, o si descendemos del ámbito internacional al español, no es el conde-duque de Olivares, ni es Godoy, no es Azaña, ni Suárez, ni desde luego es Felipe González. Colau, en definitiva, no es una mujer de Estado, una referencia sólida, un valor seguro. Y Colau, como Pablo Iglesias, necesita el lío, la revuelta, la crisis, la gente en la calle, la sensación de que todo se va al traste, el cuanto peor, mejor. En ese hábitat es donde se desenvuelven bien, no en la estabilidad de las instituciones, no entre los límites del Estado de derecho. Eso explica su doble juego, su calculada ambigüedad.

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