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Cansancio de identidad

MIQUEL NADAL

Viernes, 9 de febrero 2018, 15:00

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Un amigo me regala una definición de mis columnas que sirve también como etiqueta. No importa. Para conseguir una metáfora feliz hay que vivir en el riesgo del fuera de juego. La identidad proporciona energía, pero también fatiga. Todo depende. Al consultar el diccionario hay una acepción de la palabra identidad, meramente descriptiva, que nos ampara ya que contribuimos todos a su construcción: el conjunto de rasgos que nos caracterizan, ¡ay!, aunque sea frente a los demás. Pero hay otra acepción: la identidad es también la cualidad de idéntico. Todos construimos la identidad, pero algunos la confunden con reivindicarse todos iguales, unánimes y sin matices. Del primer sentido de la palabra nadie te puede expulsar. Para entrar a formar parte del club de los idénticos se han de llevar muchas credenciales en la mochila. Esas que se exhiben en la aduana del reconocimiento colectivo, para probar el compromiso con lo que resulta correcto en cada momento. No hay contradicción entre el entusiasmo y la pasión que se puede llegar a sentir por lo que nos rodea, contribuir a su grandeza, y reivindicar que tenga su adecuado lugar en el mundo, con la pereza que provoca que solo unos pocos rasgos y criterios sean los que definen esa identidad como propia de un territorio. Lo otro se traduce en que los mismos autores, las mismas canciones, las mismas películas, los mismos arquitectos y los mismos tics permiten reconocerse entre sí a los idénticos. La legitimidad del creador está sometida a la gramática y los adjetivos, no hay que buscarla en el ciclo electoral ni en la corrección atmosférica. La creación ha de contribuir a la identidad valenciana, no someterse a la cualidad de idéntico, coyuntural, que nos empequeñece. Ni resulta equilibrado que Rafael Chirbes no existiera hace tres años, ni es sensato que alguien se apropie y 'examine' a los demás de Rafael Chirbes. Era grande antes y lo es ahora, a pesar de unos y de otros. Hay que ensanchar la identidad, y hacerla alegre e inclusiva, de cuando decir inclusiva no significaba lo contrario. Una identidad cultural que proteja la disidencia, y se tome de vez en cuando vacaciones de los himnos y las proclamas, que por ser alguien creador ni es mejor ni sabe más de impuestos que un ebanista o un tornero. Cuando oigo hablar de identidad me entran tentaciones de reivindicar ser otro, y tener un año sabático siendo diferente. Plegarse y acampar en la melancolía de la identidad suele acabar mal, con mandarines que aplican el dosímetro de la bondad política, y a lo sumo aparcan a los autores en la compasión de considerarlos un extravagante verso suelto. La literatura cumple esa función energética. Uno añora dejar de ser uno mismo, e inventa un personaje, uno se imagina viviendo en otra ciudad y urde una ficción. Es un gran invento, que los dedos se han de aplicar más al teclado y no en señalar al vecino.

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