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Se suele bajar la guardia tras una comilona regada por buenos caldos. Favorece el relax que lubrica las lenguas la compañía de amigos y esos vapores que anegan nuestra sesera. En esas conversaciones privadas, sin embargo, también nos llevamos sorpresas que fructifican en chanzas y risas.

Recuerdo a ese entrañable y brillante compañero que, en plena tertulia, opinó sobre la misión de los becarios y su papel en el mundo laboral: «Yo tengo un becario en mi oficina y por supuesto no le pago; pero además creo que tendría que pagarme él a mi una cantidad al mes, al fin y al cabo no tiene ni puta idea de nada y le estoy formando, sería justo, pues, que me pagase algo...». Fue un milagro que no mutásemos en estatuas de sal debido al electroshock recibido. Todavía ojipláticos estallamos en una tormenta de carcajadas. «No vayas diciendo eso por ahí...», fue el consejo que le ofrecí. Él calló, permaneció enfurruñado consciente de la barbaridad que acababa de pronunciar, pero aún así detecté que creía tener razón. Estas palabras no las deslizó un jefazo ventripotente luciendo chistera y ese grueso cigarro en la boca que les vincula al capitalismo más salvaje según reza el tópico, sino un colega de izquierdas muy activo en las redes que seguramente votó al populismo radical cuando las últimas elecciones. Hace poco, un célebre aristócrata dotado de un linaje de ringorrango desde hace siglos pretendió recurrir al servicio de unos becarios por la cara y le vapulearon hasta la sangre. Me pregunto cuantos de esos justicieros críticones mantienen en sus empresas a becarios en condiciones esclavistas. La hipocresía sigue siendo nuestra principal bandera y la corrección política la losa que nos aplasta. Al final, aquel becario abandonó a mi amigo izquierdista harto de comprarle las vituallas en el supermercado.

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