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No somos austro-húngaros

La historia de España en el XIX y el XX es una sucesión de convulsiones salvo el periodo de paz y prosperidad en democracia que arranca en 1975

Pablo Salazar

Valencia

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Domingo, 1 de octubre 2017, 09:38

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Un hombre que naciera en Viena en el último tercio del XIX no se imaginaría que antes de que acabara la segunda década del siglo XX el viejo imperio austro-húngaro -una de las grandes potencias de Europa y, por tanto, del mundo- se vería reducido a un pequeño país que años más tarde sería anexionado por la Alemania nazi. Ni en su peor pesadilla habría pensado algo así. Tampoco un confiado comunista de la Unión Soviética de la década de los sesenta, en plena guerra fría, habría admitido siquiera la hipótesis de que la gran potencia que plantaba cara a los Estados Unidos se iba a desmoronar con estrépito. Pero el caso es que sucedió. Me apuntaba un amigo hace unos días, en una animada tertulia nocturna sobre el tema único que nos ocupa, que en realidad España lleva desmembrándose desde hace siglos por la pérdida progresiva e imparable de sus colonias. La de Cuba y Filipinas en el 98 dio origen a una etapa de frustración nacional, de sentimiento colectivo de fracaso. La de los territorios africanos en el XX se vio como algo natural, el signo de los tiempos. Pero Cataluña nunca ha sido, por mucho que algunos se empeñen en hacer querer ver lo contrario, ni una colonia ni territorio conquistado. No hay minorías perseguidas, por lo que no hay la más mínima posibilidad de ejercer el derecho de autodeterminación. Frente a la depresión por lo que pueda pasar y a una creciente sensación de hastío entre los españoles (¿que se vayan!), conviene recordar mínimamente la Historia. No hace falta ser un entendido para saber que los siglos XIX y XX en España son una sucesión de conflictos, guerras carlistas, revoluciones, guerrilleros, repúblicas fracasadas, intentos de golpe de Estado, pronunciamientos militares, dictaduras, represión, terrorismo, violencia política y hasta una sangrienta y terrible guerra civil que todavía hoy enfrenta no a sus protagonistas ni a los hijos de aquellos sino a los nietos, para desesperación de sus antepasados. Y precisamente por eso, por esos acontecimientos trágicos y convulsos, es por lo que más se puede valorar la última parte de este recorrido, la que arranca en 1975 con la muerte de Franco y llega hasta nuestros días. El mayor periodo de prosperidad, paz y estabilidad en democracia de toda nuestra historia. Una etapa, como se está viendo, en la que se han cometido errores, algunos de grueso calibre y difícil reparación, como la dejación de funciones del Estado en favor de autonomías gobernadas por nacionalistas insolidarios a los que una izquierda incoherente con su tradición y desleal hacia los intereses de España dio el oxígeno que necesitaban. Pero también con muchos aciertos, con modernización, desarrollo económico y social e integración en Europa. Si hemos sido capaces de hacerlo durante estos últimos cuarenta años ¿por qué no vamos a seguir haciéndolo? Al fin y al cabo, no somos austro-húngaros (con permiso de Berlanga). Somos españoles.

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