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Aromas para un refugio del alma

PEDRO PARICIO AUCEJO

Sábado, 9 de septiembre 2017, 10:26

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La mera observación de nuestro organismo denota que, por medio de los sentidos, el ser humano está diseñado para relacionarse con el exterior y obtener conocimiento de ese entorno. De los órganos conocidos, la sensibilidad del olfato es mayor que la de ningún otro, pudiendo percibir cantidades imponderables de muchas sustancias. Del mismo modo, es superior su posibilidad de evocación de sensaciones, ya que la capacidad olfativa está directamente relacionada con el sistema límbico, encargado de las emociones cerebrales: mientras que el ser humano recuerda el 5% de lo que ve y el 2% de lo que oye, su cerebro retiene el 35% de lo que huele, pudiendo recordar nuestra memoria alrededor de 10.000 olores.

Esta acusada aptitud de sugestión ha llevado a pensar en la búsqueda comercial de ´odotipos´, olores de marca personal o perfiles de identidad olfativa. Algo así es a lo que mi pasión infantil y juvenil se entregaba cada vez que ponía pies en la cuna de mis antecesores maternos. Allí, mi arraigada necesidad de sentir el latido de la naturaleza iba a la caza de cualquier aroma agradable que pudiera ser captado por el olfato. Como si cada pueblo pudiera oler de manera única, mi mente percibía incansablemente las sensaciones de aquel amable solar en cualquier época del año.

En verano, de la mano de las enseñanzas campesinas de mi abuelo capté -por primera vez 'in situ'- la jugosa fragancia tierna y fresca de las verduras de la huerta, el apetitoso perfume de los frutales, el húmedo aroma de las adelfas blancas del río y, entre los surcos y ribazos del secano, el olor caliente de las higueras y los algarrobos. De las largas caminatas con mi padre por la montaña, experimenté la promiscuidad odorífera de sus hierbas y la acritud de la resina de los pinares; de vuelta a casa, antes de entrar en la población, nos salía al encuentro la dulzona sutileza de la retama; ya en el casco urbano, al pasar por las residencias ajardinadas, tonificaban nuestra pituitaria los variados efluvios de su flora ornamental, en especial la penetrante esencia de los jazmines. Y, en fin, durante las celebraciones religiosas de agosto y septiembre, al socaire de pétalos de rosas, ascendía un bálsamo de murta y nardo desde las filas de la procesión mariana.

Después, recién comenzado el otoño, descubrí -días antes de su recolección- la intensa irradiación olorosa del membrillo en el culmen de su maduración. Durante mi deambular nocturno, previo a la hora de la cena, una exhalación cálida y húmeda se colaba desde las cocinas a las calles del pueblo: era el hervido de judías verdes con patata y cebolla, que, mezclado con las emisiones de la chimenea de leña, activaba mis jugos gástricos y mi ansia de hogar. En el umbral del invierno y durante sus primeras semanas, la esmerada tradición olivarera de la zona resucitaba cada año el denso vaho de la almazara, donde el aroma de frescura afrutada de la aceituna trasegada despertaba indefectiblemente mis sentidos. Por su parte, las emanaciones de las periódicas quemas de rastrojos mecían el tiempo con lentitud, hasta que el olor a tierra mojada de las primeras lluvias primaverales anunciaba el inicio de otro ciclo biológico. Con el crepúsculo vespertino de abril, una embriagadora esencia de azahar se adueñaba del pueblo, penetrando los rincones de calles y casas...

Es la memoria extraña -pero cierta- de mi olfato. Su presencia me devuelve un fragmento de vida ya pasada: aquella en que, trufada de aromas entrañables, mi alma encontró temporalmente un encantador refugio y un dominio a su medida. En él retuve las referencias personales de sus inconfundibles olores, me percaté de la riqueza de sus valores, reafirmé cálidamente su naturaleza y me uní a su plenitud.

Ahora, mi mente ya no busca aquella identidad olfativa. Transcurridos muchos años de ese frenesí, el paso del tiempo me enseñó que no había tanta diferencia -al menos, dentro de unas condiciones ambientales semejantes- entre uno u otro pueblo: junto a la objetividad de su ser, lo que cuenta es la emoción que ante él se siente. En verdad, hoy no sé si cada localidad tiene su 'odotipo'. Poco a poco, ha disminuido en mí el inveterado atractivo que la olorosa combinación de sustancias agradables ejercía sobre mi olfato.

Ya no me detengo con fruición en los balsámicos efluvios de la tierra de mis antecesores: dejo que la volatilidad de ´pequeño paraíso transitorio´ siga su curso, sin pretender fijar -como antaño- la incesante evaporación de sus esencias ambientales. Y es que la ineludible percepción sensorial de nuestro mundo no comporta la exigencia de extasiarse con sus vahos, pero sí la de estimarlos como medios con cuyo conocimiento experimental se puede abocar en la dimensión trascendente de otros aromas plenamente satisfactorios. A diferencia de las buscadas por mi alma durante largo tiempo, se trata de aquellas fragancias en las que -como advirtió San Francisco de Sales (1567-1622)- se descubre que sólo «Tú, Señor, eres mi casa de refugio, mi muralla segura, mi techo contra el agua y mi sombra contra el calor».

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