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Cuando yo era niño y me gustaba el fútbol (ahora ni soy niño ni me gusta el fútbol) los árbitros eran gordos. No todos, claro, pero algunos eran gordos. Y también me parecían muy mayores, aunque en realidad no lo eran. Ocurría, simplemente, que yo era pequeño. De esta evidencia me he ido dando cuenta con los años, al ver, por ejemplo, que mis profesores del colegio que entonces también me parecían mayorcísimos, casi unos venerables ancianos, tenían bastantes menos años de los que tengo yo ahora. Cuando digo gordos quiero decir gordos, aunque ahora lo correcto es emplear el término obesos, al igual que a los minusválidos se les incluye en la categoría de personas con movilidad reducida, lo cual no deja de sorprenderme porque yo mismo soy una persona de movilidad reducida pero gracias a Dios no soy minusválido. Aunque mis compañeros se metan conmigo, en cuanto veo que uno se levanta para ir a la impresora le pido -eso sí, siempre por favor- que me traiga los papeles que vea que llevan mi nombre en el encabezamiento. Yo le llamo a eso optimización de recursos laborales (¿para qué me voy a levantar yo pudiendo hacerlo tú?) pero alguno de mis colegas asegura que le echo mucha jeta. Aquellos árbitros, algunos de ellos, insisto, estaban gordos, vestían de negro y como no podían correr mucho pitaban los partidos desde el centro del campo, sin moverse apenas, casi con prismáticos para ver lo que pasaba en las áreas. Recuerdo alguna barriga cervecera digna de admiración y de conmiseración, especialmente cuando el partido era en verano y veías que hacia el minuto 12 el pobre hombre empezaba a sudar copiosamente. Los árbitros de ahora no tienen nada que ver con los de entonces. Son auténticos atletas, deportistas que aguantan a la perfección el ritmo de un partido, que van a arriba y abajo y hacen más kilómetros que algunas estrellas. Ya no tienen que usar prismáticos porque se meten en el área, atienden al jugador lesionado, hablan con unos y otros y encima están atentos al pinganillo. La profesionalización del arbitraje no impide, como es obvio, que cometan errores, a veces de bulto, pero en general se puede decir que hemos ido a mejor, no hay más que ver algunas jugadas de antaño, en blanco y negro, con penaltis no ya discutibles sino sencillamente irrisorios, patéticos, y que sin embargo se pitaban. Siempre al mismo equipo, eso sí. En el fútbol actual los árbitros ya no están gordos y ya no visten de negro. Los hay muy buenos, como el valenciano Mateu Lahoz, que puso en su sitio a un maleducado ególatra e irresponsable como Guardiola, y muy malos, como el inglés Michael Oliver, el del Madrid-Juventus, que ante una duda evidente optó por zanjar la eliminatoria a favor... ¿de quién? Del de siempre.

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