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El apaciguamiento y el retroceso catalán

ANTONIO PAPELL

Sábado, 4 de noviembre 2017, 08:50

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Cataluña ha mantenido una postura reivindicativa en el terreno de la financiación y las competencias desde prácticamente la puesta en marcha de la autonomía. Jordi Pujol, presidente de la Comunidad Autónoma entre mayo de 1980 y diciembre de 2003, se prodigó durante su largo mandato como un pedigüeño incesante. Aquella política fue especialmente productiva durante la última parte del mandato de Felipe González, en que el líder socialista gobernó con mayoría relativa, y sobre todo en la primera legislatura de Aznar, en que el líder del PP estaba materialmente en manos de Pujo.

Mientras las reclamaciones catalanas se mantuvieron en el plano del debate político y en el marco constitucional, el resto del Estado aplicó el orteguiano criterio de la conllevancia. La voracidad catalana fue aceptada por los partidos como una predestinación inevitable con la que había que aprender a convivir. Y, de hecho, a medida que han ido arreciando las exigencias en los últimos tiempos, más frecuentes han sido los análisis y las reflexiones en el sentido de que procedía una reforma constitucional para encauzar las peticiones catalanas, en parte legítimas y en parte exageradas y demagógicas.

Pero los soberanistas han ido mucho más allá, y lejos de mantenerse en este planteamiento, racional y pacífico, han optado por romper materialmente la baraja, arrojarse al monte, subvertir la legalidad y declarar inútilmente la independencia como si Cataluña fuera un territorio colonial. En estas circunstancias, la utilidad de una reforma constitucional sigue intacta, pero ningún catalán en su sano juicio puede seguir pensando que hay alguna razón para atender reclamaciones catalanas asimétricas o que no respeten los criterios de solidaridad, equidad, etc. que la Constitución contiene.

No se trata de aplicar represalias a la deslealtad de Cataluña, que en realidad es imputable a un conjunto de políticos mediocres y desnortados. Pero sí es hora de combatir en su terreno la demagogia y el populismo, de desterrar la posverdad como argumento, de dar a las singularidades el valor que tienen, de buscar pactos de convivencia sobre equilibrios objetivos y no sobre agravios subjetivos que se utilicen para comerciar. El constitucionalista Muñoz Machado lo ha escrito con claridad: «es más difícil hoy de lo que era hace unos años programar reformas, constitucionales y estatutarias, que reconozcan singularidades a la relación de Cataluña con el Estado que difieran del régimen común, es decir, formular reformas que recojan de forma concreta algún hecho diferencial catalán. Los demás territorios del Estado parecen estar menos dispuestos que nunca a aceptarlo. Es esta una de las consecuencias contrastadas de los intentos revolucionarios: si se alcanza el éxito se producirá un gran salto adelante, pero si se fracasa es casi seguro el retroceso». Esta es exactamente la situación.

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