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DEPORTE Y POLÍTICA

PABLO SALAZAR

Sábado, 20 de mayo 2017, 02:06

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Mis primeros partidos en Mestalla se producen en los estertores del franquismo, en la temporada 1974-1975. Ya en democracia, recuerdo perfectamente un 9 d'Octubre de no sé qué año en que los jugadores del Valencia -por entonces de blanco nuclear- saltaron al terreno de juego portando una gran Senyera que hicieron ondear desde el centro del campo, y hasta es posible (aunque me falla la memoria y no puedo estar siempre recurriendo a Paco Lloret) que se cantara el Himno regional. Después vendría lo de adoptar la bandera valenciana -que todavía no era la oficial pues aún no se había aprobado el Estatut- como segundo uniforme, un atuendo que estará para siempre asociado a la final de 1979 contra el Real Madrid en el Calderón. Todo aquello me emocionaba, me parecía muy apropiado, lo encontraba lógico y natural, acorde con los nuevos tiempos, con la nueva realidad autonómica española. Pero con los años comencé a apreciar más el uso de los colores propios de cada club que el de las enseñas de su territorio, tal vez por la utilización que en el País Vasco y en Cataluña se hacía de la llamada 'cuestión nacional'. Y me encantó cuando la segunda equipación del Valencia pasó a ser el naranja, un color podríamos decir típicamente valenciano, casi identitario. No se trata, evidentemente, de prohibir banderas, faltaría más, sino de los sentimientos o las sensaciones que a cada uno le provoca el fútbol, su equipo, acudir al estadio, formar parte de una masa de seguidores, emocionarse con un gol, celebrar una victoria o hasta llorar una derrota. Los valencianistas siempre podremos presumir de aquel entrenador holandés, Guus Hiddink, que un día mandó retirar de Mestalla una bandera con simbología nazi, un momento de dignidad y de justicia histórica. Me gusta más ver las gradas repletas de los colores de cada conjunto que de senyeras o ikurriñas. Y no soporto -lo siento pero no lo soporto- las pancartas reivindicativas con contenido político que puede no ser asumido por todo el mundo. Otra cosa son las campañas de concienciación, como la del no al racismo, que sólo molestan a los radicales, a los violentos, pero no a la gente normal. Las pancartas, para las manifestaciones, para las acciones de protesta, para las concentraciones. Y los terrenos de juego, o las canchas, para lo que se construyeron, para hacer deporte. En todo caso, para un concierto de Bruce Springsteen, incluso de los Rolling (aunque Jagger y compañía ya deberían haberse retirado). La política, en los parlamentos, y también en la calle, claro que sí, de forma pacífica, nunca con los mal llamados escraches, vulgares acosos violentos e intimidatorios. Como decían nuestras madres, cada uno en su casa (y cada cosa en su sitio) y Dios en la de todos.

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