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BARES

Los bares fueron esenciales para el despegue y desarrollo del fútbol (y del Valencia) en nuestra ciudad

JOSÉ RICARDO MARCH

Domingo, 14 de mayo 2017, 23:59

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Cuenta la leyenda, recogida por José Manuel Hernández Perpiñá, que una de las ventajas de la primera sede del Valencia, el famoso Bar Torino de la populosa y hoy mítica Bajada de San Francisco, era su «naya» (según el indispensable Diccionari Alcover-Moll, una galería superior porticada). A este altillo, que dominaba la planta baja del local, se accedía mediante una escalera de caracol, que permitía a Octavio Milego y Gonzalo Medina huir de los acreedores del club en los primeros y turbulentos tiempos de vida. Así de novelesco era, cien años atrás, el día a día del Valencia.

Aunque hoy pueda parecernos lo contrario, la ubicación de la sede inicial del club en un bar no fue algo casual ni aleatorio. Los bares (concepto importado, como el deporte del balón, de la Gran Bretaña, y rápidamente asumido como propio por estos lares) fueron, desde los inicios de nuestro fútbol, los espacios en los que, entre cigarrillos y copas de Kola Cortals, se tejió el entramado organizativo de la nueva pasión ciudadana. Ya desde antes de la Exposición de 1909 algunos locales de moda como el Tupinamba o el Miau (ambos en la calle de la Paz) servían de centro de reunión para los jóvenes burgueses que, tras conocer el fútbol casi de rebote, comenzaron a practicarlo en algunos solares de la ciudad. Era lógico. En la Valencia de comienzos de siglo los casinos de barrio acaparaban la discusión política. Los cafés, sin descuidar la política, parecían más orientados a la literatura, el arte y el periodismo. En este contexto los bares asumieron el patronazgo del deporte. Junto a los ya citados, y sin ánimo de exhaustividad, cabe nombrar a los bares Británico e Iborra (sedes del Deportivo Español) o el Federal (lugar de encuentro de los directivos y aficionados del primitivo Levante). Incluso el Gimnástico, un club aparentemente opuesto a todo lo que encarnaban los bares, acabó estableciendo su domicilio social en el Miau tras su salida del Patronato de la Juventud Obrera.

En los años veinte la remodelación de la plaza de Castelar (actualmente, del Ayuntamiento) y el desplazamiento definitivo del centro de ocio y negocios al sur del antiguo recinto amurallado hizo brotar como setas establecimientos en el viejo barrio de Pescadores, en cuyo entorno ya existían algunos locales de renombre como los históricos Cafés España y Suizo. En esa época el fútbol ya estaba consolidado como uno de los espectáculos de masas en la ciudad y tanto los viejos cafés como los nuevos bares se convirtieron en centro de apasionadas discusiones con la rivalidad Valencia-Gimnástico como telón de fondo. En este sentido, Casa Balanzá fue, sin discusión, uno de los mentideros preferidos de la ciudad para los aficionados al fútbol (y a los toros). Su propietario, don Julio Balanzá, descrito por todos sus contemporáneos como un hombre honesto y trabajador y de un acendrado republicanismo blasquista, llegaría a ser vicepresidente del Valencia durante la guerra.

Pasada la contienda, la plaza mantuvo su centralidad futbolística (básicamente valencianista) gracias, en esencia, a tres locales ya desaparecidos. El primero, el popular Trocadero de los cuarenta, dirigido por Vicente Arcón, se hizo famoso por tres ingredientes que los aficionados veteranos siguen asociando a aquel fútbol añejo y de sabor auténtico: el café «infernal» que acompañaba a las tertulias, los cuidados calendarios elaborados por el dueño del local y, por descontado, las pizarras con los resultados de la jornada deportiva que, en aquellos tiempos que ahora nos parecen prehistóricos, eran la manera más rápida de conocer el tanteo del Valencia cuando jugaba fuera de casa.

El segundo de los espacios, Noel, estaba tan asociado al Valencia que, como parte de su decoración, lucía un precioso mural de Joaquín Michavila que hoy se sitúa en las oficinas del club. De esa cafetería, uno de los puntos de encuentro de la Valencia previa a los noventa, tengo el recuerdo algo borroso de las visitas de mi padre que, al tiempo que «echaba la quiniela», compraba sus afamados pasteles para traerlos a casa.

El tercero de los locales, Casa Barrachina, fue abierto por emigrantes aragoneses que se integraron rápidamente, de la mano de sus exitosos negocios, en la sociedad valenciana. La mejor muestra de ello es que, como Balanzá, Barrachina fue, además de espacio de discusión futbolística, cantera de directivos del Valencia. Tal y como nos recordaba el sábado Paco Lloret, uno de ellos, José Barrachina Fajardo, fue directivo con Ramos Costa y estrecho colaborador del doctor Tormo a principios de los ochenta. Y otro, el inolvidable Jesús, eterna buena disposición y perenne alegría, llenó de sonrisas el Valencia durante su larga etapa como consejero del club.

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