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La mitra de la palabra de fuego

PEDRO PARICIO AUCEJO

Domingo, 23 de abril 2017, 01:02

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Durante la transición del siglo XIV al XV, San Vicente Ferrer (1350-1419) recorrió los caminos de los antiguos reinos de Castilla, de Aragón y amplias zonas de varios países del continente europeo. Lo hizo para predicar en toda su integridad el misterio cristiano. Ocho años antes de morir platicó en Toledo. De su campaña de sermones en esta ciudad dejó buena cuenta, cinco siglos después, otro renombrado valenciano, Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928), quien, aunque por razones muy distintas, no viajó menos que nuestro apóstol más universal.

Hombre inquieto y de constante tendencia a la movilidad, su instinto aventurero fue espoleado por motivaciones diversas -políticas, literarias, económicas, afectivas, lúdicas.-, que le llevaron a recorrer dispares geografías y a explorar caminos nuevos. Su existencia fue una incesante odisea que, culminada con su vuelta al mundo, se plasmó en títulos de alta rentabilidad literaria. En su obra 'Crónicas de viaje' (recopilación de sus andanzas por Gibraltar, Argel, Toledo y El Escorial), con ocasión de hablar de su visita a la iglesia de Santa María la Blanca, ubicada en el extremo occidental del casco histórico de la bella capital del Tajo, brinda una espléndida descripción de su taumatúrgico paisano.

«Sus ojos meridionales -dice del 'Pare Vicent'-, en los que brillaba el fuego de la inspiración artística, subyugaban a las muchedumbres; su cabeza cetrina y enjuta erguíase con expresión dramática sobre la caída capucha negra, y sus brazos abríanse, extendiendo en el arrebato de la oratoria, como alas de parda mariposa, las amplias mangas de su hábito de dominico. Su palabra sonaba con ese encanto que tienen los orientales para hacer interesantes sus relatos. [Su oratoria era] pintoresca, cargada de imágenes, poética y arrebatadora, pero matizada de confidencias, que estrechaban la corriente de adoración entre los pueblos y su orador. Era amigo de papas y de reyes, pero con la altivez del artista despreciaba los rangos y honores reservados a la vulgaridad. ¿Qué mitra podía darle a Vicente Ferrer el mismo poderío absoluto e irresistible que le proporcionaba su palabra de fuego sobre aquellos públicos de miles de seres que le seguían y veneraban?»

No erraba Blasco cuando planteaba esta pregunta. Porque la dignidad de nuestro santo tuvo su fuente en las virtudes de su talante y de su polifacético quehacer. Milagros y prodigios, don de gentes y sagacidad social, agudeza teológica y dotes diplomáticas. son muestras de la santidad de su actuación personal y de su mensaje. Su misión no fue otra que la corrección social, política y cívica del mundo de discordia y decadencia moral que le tocó vivir. Por ello, junto al pueblo llano, se lo disputaron las más encumbradas autoridades políticas y religiosas, revivieron las ciudades con su presencia, se pacificaron las instituciones con su intervención, se renovaron espiritualmente regiones enteras por la acción de su ejemplo y de su palabra, cuyos frutos fueron ubérrimos.

Y es que, incluso en sus últimos años de vida (cuando, envejecido y achacoso, se apoyaba en un báculo y era ayudado para subir al tablado desde donde hablaba), se transfiguraba a la hora de predicar. Entonces, su voz de fuego -caldeada por entrañas de paternal amor- no podía sino encender el corazón de las multitudes hasta penetrar en sus más profundas emociones y remover a la transformación de sus conciencias. Su palabra limpia y certera, construida a la medida de su auditorio, dejaba en todas partes una imborrable impresión de fuerza. Al estilo directo, expresivo y familiar de sus sermones -profundamente pensados y maravillosamente escritos- se sumaban la animosa puesta en práctica de los consejos elaborados en su 'Tratado de la vida espiritual' y la atención por los problemas generales y particulares de sus oyentes. Este acervo oratorio le convirtió en el más eficaz predicador de su tiempo.

Pero si, más allá del cúmulo de datos que conforman el gigantesco patrimonio humano del 'ángel del Apocalipsis', nos preguntamos de dónde brotaba el torrente de energías que conformaron su existencia y su obra, la respuesta no puede ser otra que la dada por el insigne humanista valenciano José Corts Grau (1905-1995). Para este devoto y estudioso del Santo -además de catedrático de Derecho, rector de nuestra Universidad e histórico colaborador habitual de LAS PROVINCIAS-, todo ello es sólo manifestación de un poder superior que lo insufla y le da vida, el de la íntima comunión con Dios, fuente de eternidad que le otorga su auténtico sentido.

Vicente Ferrer fue un hombre que vivió día a día desde la cima de una intensa vida contemplativa, de la que surgía el manantial que le permitió dominar los acontecimientos temporales. Soportando guerras, pestes, fríos, hambre, sed, calumnias., se lanzó al mundo -en predicación itinerante- para instaurar todas las cosas en Cristo. Por ello, su palabra ha permanecido indemne a través de los siglos, pues mantiene la vigencia de la Verdad que se yergue sobre el hombre trascendiendo la historia, y conserva además la cercanía que nos permite abordar hoy en día al Santo con la misma emoción con que se le aproximaban las gentes de su tiempo.

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