Borrar
TE ODIO

TE ODIO

JORDI LLOBREGAT

Sábado, 1 de abril 2017, 00:36

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

Me acaricié pensativo el bigote mientras escuchaba los gritos del exterior. Tras negar con la cabeza, abandoné el sillón y en dos pasos me acerqué a la ventana. Con cuidado, entorné las pesadas cortinas de terciopelo. Ahí seguían, los malditos, acechándome desde la calle. Distinguía sus crespones negros en los sombreros y en las pecheras de los abrigos. Era inaudito. Algunos, incluso, acarreaban carteles con las consignas más estúpidas. Diez años habían pasado. ¡Una década! Todo este tiempo y continuaban acosándome. Ni tan siquiera la historia del chucho publicada el año anterior les había saciado. Más. Querían más. Solté un bufido y cerré de golpe los cortinajes antes que advirtieran mi presencia.

Avivé el fuego de la chimenea con un fajo de cartas. Cada día recibía una montaña de misivas repletas de proposiciones inútiles, súplicas e insultos. El periódico había perdido más de veinte mil suscriptores por mi causa. La Reina había expresado su descontento. Y hasta mi madre me había rogado que hiciera algo.

Volví a mi asiento y observé al hombre que se sentaba frente a mí. Su rostro quedaba oculto por las sombras de la habitación pero, incluso así, entreveía sus ojos clavados en los míos y sus labios finos dibujando una mueca de diversión contenida. Apoyaba las manos en el mentón, uniendo las yemas de sus dedos como si estuviera orando. Era delgado, casi ascético y cruzaba las piernas con languidez.

Cerré los ojos. Era la única forma de ignorarlo.

Desperté sobresaltado. Una espesa neblina se enroscaba por mi cuerpo. Sin previo aviso, se disolvió y descubrí que me había convertido en un niño. Era yo mismo cuando apenas levantaba un palmo del suelo. Mi padre estaba sentado a mi lado. Me estaba haciendo unos dibujos y su aliento no apestaba a alcohol, como era habitual. Rocé su mano, pero antes de que pudiéramos intercambiar unas palabras, la escena cambió.

Ahora era un adolescente. Mi tío apoyaba la mano sobre mi hombro mientras hablaba. No oía sus palabras, pero recordé sus consejos, que me llevaron a estudiar medicina en la más prestigiosa universidad del país.

De improviso, una ola cayó sobre mí, cegándome. Al abrir los ojos me encontré sobre la cubierta de un buque, empapado de agua salada. Reconocí el velamen del 'The Hope', el ballenero donde trabajé de cirujano mientras recorría el Ártico. Día tras día, soporté un espantoso frío que me llevaría a enrolarme años después en el 'SS Mayumba', cuya ruta recorría el África Occidental. Cambié un infierno gélido por otro asfixiante.

Todo empezó a dar vueltas a mi alrededor, como si estuviera montado en un carrusel. Cuando se detuvo, me hallaba en otro lugar. Frente a mí, un espejo reflejaba mi imagen: un joven vestido con un traje barato. Reconocí el mobiliario, el instrumental y las estanterías atestadas de botes de la habitación. Era una consulta. ¡Mi consulta!

Ya sabía que nadie entraría por la puerta en los siguientes meses. Ni un solo paciente durante todo ese tiempo. Quizás, de haberlos tenido, el resto de mi vida hubiera sido diferente. Tal vez ahora ejercería la medicina y 'Él' no existiría.

La escena volvió a cambiar y me vi a mi mismo sentado frente a la mesa. En lugar de recibir enfermos, me rodeaba de papeles. Ante la falta de trabajo, escribí sin parar. Siempre me había gustado escribir. Pensé que mi profesor Joseph Bell sería un buen modelo. ¡Y vaya si lo fue! Aquellas historias que redacté como un mero divertimento me trajeron una inesperada fama y fortuna.

Creía entonces que podría escribir otras cosas. Historias más serias. Lo que siempre deseé. Las editoriales aceptaban esos otros manuscritos por ser quien era, pero los lectores los rechazaban. Querían al 'otro'. Por lo que accedí a escribir sus aventuras hasta que fue insoportable.

Y un día decidí borrarlo de la faz de la Tierra. Matarlo.

Se alzó entonces un viento que me hizo trastabillar. Bajo mis pies brotó un torrente de libros que tomó la forma de una serpiente gigantesca y me rodeó con sus anillos de papel. Me elevó por el aire, cada vez más y más alto hasta que, sin previo aviso, los libros desaparecieron y dejaron de sostenerme.

Caí como una piedra desde una altura imposible. Iba a morir y grité aterrado mientras me hundía entre las nubes de espuma de una gigantesca cascada.

Seguía gritando cuando me desperté aferrado a los brazos del sillón. Me levanté empapado en sudor. Anochecía y el fuego se había consumido. En el exterior no quedaba nadie. No volverían hasta el día siguiente.

Descubrí sobre el escritorio unas hojas en blanco y mis útiles de escritura dispuestos. Una sola frase encabezaba la primera hoja: «La casa vacía». No recordaba haberla escrito. Estaba seguro de que no lo había hecho. Me dejé caer en la silla y tomé la pluma. Suspiré y miré a un lado sabiendo que él seguía allí. Me saludó con una inclinación de cabeza. La sombra de una sonrisa curvó sus labios.

Te odio, murmuré, cómo te odio.

Y empecé a escribir.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios