ZAPATOS DE SEGARRA
F. P. PUCHE
Sábado, 25 de marzo 2017, 00:13
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F. P. PUCHE
Sábado, 25 de marzo 2017, 00:13
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LA VALENCIA QUE YO HE VIVIDO
Ahora, en esa planta baja, seguramente habrá una de tantas franquicias sin personalidad definida, un distribuidor de helados de yogur o de bocadillos de jamón. Pero entonces, en el número 9 de la plaza del Caudillo, junto a un patio que tiene un frontón triangular de piedra, había un establecimiento de los que llamamos emblemáticos, un referente en la ciudad: Calzados Segarra.
Las madres de los años cuarenta y cincuenta tenían mucho apego a los zapatos que salían por millares de la fábrica de Segarra, en la Vall d'Uixò. Era un calzado fuerte, resistente y duradero, a prueba de agua y de polvo. Eran zapatos adaptados a la dura actividad diaria de los chavales, tanto en el aula como en el patio de recreo. En una España con poco refinamiento en los pavimentos y las aceras, en una España donde los chicos jugaban al fútbol en solares pedregosos o buscaban la aventura en el cauce del río más próximo, el de Segarra era un calzado preparado para ser útil a los adolescentes de las ciudades pero también a los del campo. Y era, además, un compañero que, con un pase de cepillo, se ponía enseguida en condiciones de acompañar al chaval a la misa dominical del colegio o a la obligada visita a los abuelos.
Pero lo mejor de lo mejor era que la empresa Segarra se acogía a un lema comercial fácil de entender: «Cuestan menos, duran más». Los conceptos eran tan simples como el consumismo espartano de la época: se trataba de ahorrar y resistir; y de lograr que, si se podía, un hermano heredara las botas del mayor. Segarra, así, se acomodaba a todos los bolsillos en las familias que, literalmente, habían salido de una economía de guerra y comenzaban a transitar, con esfuerzo, entre las necesidades y tentaciones de un desarrollo presidido por la nevera -primero de hielo y luego eléctrica- y por la lavadora, primero manual y más tarde de tambor.
En el número 9 de la plaza, entre la Camisería de Abdón Ibáñez y una tienda de sombreros, Segarra tenía un plantel de empleados mayores y sabios que se las entendían muy bien con los mejores imitadores de Mundo y Quincoces. No siempre se sabía, pero detrás de esa tienda había una ciudad entera volcada a la fabricación de calzado: la Vall d'Uixò. Y una empresa potentísima, de la que la gente se sentía orgullosa cuando viajaba y encontraba tiendas Segarra como la de Valencia en cualquier ciudad española.
Aunque en general ha pasado desapercibido, seguro que en la Vall sí se ha acordado alguien de que por estos días, concretamente el jueves, se han cumplido 50 años de la muerte de don Silvestre Segarra Bonig (1886-1967), el emprendedor que, junto con su padre, Silvestre Segarra Aragó, transformó una modesta fábrica de alpargatas en la primera fábrica de calzado española. Si el botánico Cavanilles anotó que en la Vall, a finales del siglo XVIII, había 500 vecinos dedicados a «les espardenyes», los Segarra, en 1941, llegaron a tener a 2.200 hombres y mujeres en plantilla y a más de 5.000 treinta años después.
Concebida en una línea de empresa global y autosuficiente, Segarra llegó a tener desde sección de curtido de pieles a taller para producir el cartón de las cajas e imprenta propia. Desarrollada como fábrica-ciudad, Segarra no solo tuvo muy pronto piscina olímpica y equipo de fútbol sino una escuela de aprendices, un ambulatorio y un economato que eran la envidia de otros colectivos obreros. Claro que para eso hubo que trabajar y ganar la batalla más difícil, que fue la de afinar cifras y conseguir los contratos de todo el calzado militar que consumían los tres Ejércitos y la Guardia Civil: miles de pares de botas tan resistentes y económicas como las que eran sometidas a las más duras pruebas, en los patios de recreo de España. En la línea de la época, Segarra, claro está, fue declarada empresa ejemplar y un día recibió la visita de Franco.
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