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MIQUEL NADAL
Lunes, 20 de marzo 2017, 01:36
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MIQUEL NADAL
Lunes, 20 de marzo 2017, 01:36
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Se aleja el fantasma del descenso y somos como aquella víctima de grandes atracones de Josep Pla que en el lecho de muerte pedía misericordia con la promesa de no volver a incurrir en el festín. Hasta que se recuperaba. Para el aficionado normal, con cierta ilustración sobre la historia del Valencia, escasa afición por el populismo, y estricta adoración y fe ciega en la doctrina económica del dos y dos son cuatro, todo esto del caballo de Troya del proceso de venta, de las condiciones de la venta, y de la disección de lo que los dueños perpetran con el objeto comprado nos ha superado. Mi mente no llega a más. Asumo mi inercial quincenal de presencia en Mestalla, a la espera de un resultado que no soy capaz de modificar. No soy tan ingenuo como para no diferenciar entre los géneros de las películas, y por eso soy consciente de que esta no es una película de amor, de esas que acaben bien. Aquí aún no sabemos para qué quiso el chico conocer a la chica, y por más vueltas que le demos creo que nunca llegaremos a comprender lo que nos ha pasado, si no cambiamos antes nuestra manera de ver las cosas. Ideamos metáforas para llenar columnas, recreamos historias en las que nadie cree, rescatamos figuras deportivas que llenan simulacros de memoria, pero lo cierto es que acudimos cada quince días a Mestalla para contemplar una pantalla que nos dice cuándo y cómo tenemos que animar. Hacemos diagnósticos médicos, balances empresariales, analíticas deportivas, complejas disquisiciones sobre la plantilla y sobre el lugar del equipo en el mundo. Nada sirve para comprender las razones de la compra. Continuamos pensando con esquemas mentales de antiguos propietarios, exigiendo una opinión que nadie nos pide ni espera. Cada cual pasa el mal trago a su manera. Ojalá yo estuviera convencido de que soltando el cantito imperativo del vete ya se solucionan las cosas. Ahora el vete no sale gratis. Se tiene que pagar a tocateja o en cómodos plazos. Otros sueltan aquello de que el año que viene no me saco el pase. Cada cual es muy libre, pero ojalá pudiera hacer yo lo mismo, como si renovar el pase del Valencia fuera un abono de la Ópera. Si hay alguna clínica que lo consigue estoy dispuesto a dar el paso. En mi casa no hay problema. Mis hijos ya no están en edad de infidelidades y sé que dimitiendo hacemos como aquel personaje de Wenceslao Fernández Flórez, que harto de sufrir robos constantes, decidió un día robarse a sí mismo. Dimitir ahora del Valencia es algo similar. Una falsa solución para un problema que solo resolveremos, como decía el Cortázar de 'La vuelta al día en ochenta mundos', cuando seamos conscientes de que «las grandes sorpresas nos esperan allí donde hayamos aprendido por fin a no sorprendernos de nada». Que alguien empiece ya a hacer números.
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