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EL PECULIAR PERFUME

RAMÓN PALOMAR

Viernes, 17 de marzo 2017, 01:04

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Una mañana sales a la calle y observas la mutación de la urbe con el desembarco de las churrerías pespunteando las esquinas. Están los monumentos falleros, las macletaes, las luces del barrio de Ruzafa y esas churrerías que son el antepasado de las furgonetas de comida moderna que se han puesto de moda. Pero la churrería, esa churrería nuestra de las fallas, siempre estuvo ahí, desde que tengo uso de razón, con su lado entre cañí y castizo, con esos vapores de genuina fritanga que ya no me molestan pues, tras tantos años, uno se ha acostumbrado y el peculiar perfume forma parte del cotarro. Instalados en la queja, en el bucle de la protesta continúa, las churrerías reciben un duro castigo. Ignoro cuando nos volvimos tan finos, sensibles y delicados con el entorno, tan blandos con cualquier actividad que asome el hocico una vez al año. Llega un momento en el cual se diría que recibimos aristocrática educación en nuestra casa de la mano de profesores particulares que nos iniciaron en el arte del protocolo exquisito y que erradicaron nuestros aspavientos, nuestras voces meridionales. En el país de la tapa, del pincho, de las cañas, de esas barras de bar donde se resuelven los problemas del mundo y de esas terrazas donde las tertulias de ocio y modorra adquieren longevidad de galápago, algunas personas esgrimen rictus avinagrado cuando chocan contra una churrerría que tan sólo busca su tajada. Sin embargo, cuando el frenesí de la fiesta aturde ciertas almas que se entregan con facilidad, de regreso a casa, para estabilizar o amortiguar los licores que reptan en el estómago, más de uno combate el fuego del alcohol con el fuego de la fritanga y luego duerme en paz la mona. Una mañana sales a la calle y observas la mutación de la urbe. Sospecho que la invasión extraterrestre también comenzará así.

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