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Urgente Vuelven a envenenar el ficus de la plaza de España

Tristes noticias del cactus de Santo Espíritu

A varias generaciones nos evoca botellas de Fanta de cristal, cantimploras forradas de paño verde, monedas de 25 pesetas y amigos para toda la vida

ESTEBAN GONZÁLEZ PONS

Lunes, 27 de febrero 2017, 00:18

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Con los años pierdo memoria y gano perspicacia. Me cuesta acertar con los nombres propios pero me oriento mejor en la vida. Ahora veo el cuadro completo y no sólo sus detalles. Olores, luces o canciones me ayudan más a situarme que las fechas y frases textuales de antaño. Despacio voy pasando del hiperrealismo sensitivo de la juventud a cierto impresionismo escénico apacible y enciclopédico. Me hago más inteligente conforme maduro. Pierdo furia, gano profundidad. Analizo los sucesos por su significado y no por el efecto inmediato que provocan. Adquiero distancia sobre lo que ocurre y lo que ocurrirá. Me doy cuenta de que la ley del péndulo se cumple y que todo pasa. Esto también pasará.

Mientras el pueblo andaba revolucionado, cobrando o pagando apuestas en el canódromo judicial según cuán destrozada hubiera quedado cada liebre mecánica, absorto ante el culebrón de novias, exnovias, hijos no queridos, feos y egos de bar de facultad tratados a la venezolana por los galanes de nuestra extrema izquierda, todo efímero, algo relevante de verdad pasó y nadie se ha enterado. El miércoles 8 de febrero, un temporal de aire tumbó el gigantesco cactus del claustro del monasterio de Santo Espíritu de Gilet. Mi niñez con él. Yo esperaba que la muerte de la famosa planta suculenta del Perú, nuestro ciprés de Silos, hubiera merecido portada en los diarios pero, una vez más, me equivoqué. A la prensa le alarma que ningún miembro del tripartito reconozca que el referéndum independentista catalán es un freno al corredor mediterráneo, una obviedad, más que el derrumbe del mítico cactus de 120 años. A mí, ya no. Doy por sabido que la huerta valenciana da papanatas como monos ingleses el peñón de Gibraltar. Soy más viejo que los periódicos.

En mi colegio las excursiones siempre fueron al merendero de Santo Espíritu. Allí nos soltaban con un bocadillo de atún sin aceitunas y echábamos el día entre pino y pino. Y comprábamos navajitas y llaveros 'Recuerdo de Gilet'. Una cruz en lo alto del monte con su leyenda sobre una niña muerta, el pequeño cementerio de frailes medio abandonado y aquel cactus descomunal, sembraban de misterio nuestras correrías con un palo como espada. Luego nos alojaron en el monasterio para unas convivencias. Yo tenía ya trece años, mis gafas de culo de vaso y me enamoré de una chica de la que sólo recuerdo que se llamaba Victoria. Como mi madre, claro. Ella creo que ni me vio.

A varias generaciones de valencianos Santo Espíritu nos evoca botellas de Fanta de cristal, cantimploras forradas de paño verde, monedas de 25 pesetas y amigos para toda la vida. Una infancia perdida sin remedio. Desdichado de mí, empiezo a comprender la historia en la que floto. Con el cactus de Santo Espíritu el viento se lleva más Valencia sentimental de la que Ribó puede destrozar en cuatro años. Bueno, no. Tanta, no.

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