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BESOS

RAMÓN PALOMAR

Viernes, 17 de febrero 2017, 00:31

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No llamaban la atención por nada especial, salvo por un par de detallitos... Dos chicas paseando por el centro de Valencia con la risueña zancada de la despreocupación universitaria. Algo entraditas en carnes acaso por la ingesta de bollería, melenas largas pelín encrespadas, vaqueros azules, camisetas de manga larga y abrigos de corte militroncho conformaban su aspecto casual, juvenil, alegre. Destacaban sobre la grisácea multitud que pateaba el centro de la ciudad porque sus manos se entrelazaban mientras se arreaban unos profundos morreos de tornillo que ni Clarck Gable con la cursi de Vivían Leight cuando los momentos húmedos de 'Lo que el viento se llevó'. En esos besos, uno, romántico incurable, sólo detectaba puro y desenfrenado amor gracias a unos corazones locos impulsados por la taquicardia de la pasión. Al cruzarme con ellas sonreí como un cocodrilo bondadoso de mellada dentadura. Esa estampa, la de dos señoritas besuqueándose con ardor, lejos de molestarme me provocó una suerte de optimismo primaveral cuando todavía soportamos el invierno. Y así, con refulgente ánimo, preñado de comprensión, regresé hacia la palocueva con esa bobalicona sonrisa dibujada sobre la faz. Los pensamientos que me colapsaban eran muy de abuelito Cebolleta del sector caritativo, del tipo «ah, qué bonito estar enamorado», «oh, qué bien esta gente joven que no se corta en público», y «uh, qué impresionante golpe de karate gastan esas criaturas celestiales en la lengua...». Una vez en la angostura del ascensor, por algún extraño motivo, pensé: «¿Y si en vez de dos chicas hubieses visto a dos chicos morreándose?». Tampoco voy a explayarme aquí y sé que estarían en su perfecto derecho, faltaría más, pero mis sensaciones distarían muuucho de ser las mismas. Lo siento, soy un cenutrio, pero al menos soy sincero.

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