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De campanas y badajos

Son como sonidos de Hamelin que nos atrapan con un lazo emocional y nos atan a la tierra

Mª JOSÉ POU AMÉRIGO

Sábado, 4 de febrero 2017, 00:04

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Hay quien toca las campanas y hay quien se dedica a tocar los campanos. Lo escribo mientras escucho las de San Valero tocando a gloria por el gran santo de Russafa, San Blas. Me consta que hay vecinos molestos con el párroco de la catedral ruzafeña, pero las campanas me embriagan. Literalmente. Me transportan a otra época, me vinculan a generaciones de valencianos que, a su toque, acudían a misa, a un funeral o, como este fin de semana, a comprar porrat y galletitas de San Blas junto al mercado. Las campanas me invitan a ir y estoy convencida de que lo hacen también con muchos no creyentes. Son como sonidos de Hamelin que nos atrapan con un lazo emocional y nos atan a la tierra. Su fuerza es telúrica porque nos hablan de lo mismo que han sentido nuestros ancestros durante siglos.

Tengo muy reciente la sensación que me produjo escuchar sus campanas desgranando el toque de difuntos para el funeral de mi madre justo cuanto paraba el coche fúnebre a las puertas de la iglesia. Solemne, serio, profundo y desgarrador. Era la forma de pedir silencio a una ciudad que se desperezaba un domingo de agosto. El modo de decir «callad, que hoy el barrio está de luto». Lo agradecí porque no había mejor forma de anunciar el dolor. Aunque muchos pueblos utilicen hoy el megáfono para decir que ha faltado un vecino, nada iguala a la campana en ese toque rotundo y grave, espaciado y lánguido, del toque de difuntos.

Tampoco olvido el opuesto, el de gloria, el que sonaba en todas las campanas de Tierra Santa la Nochebuena pasada para anunciar lo que allí se anunció por primera vez. Ese toque vibrante, alegre, lleno de vitalidad y de energía. Ese repiqueteo que se eleva hacia el cielo como el otro se hundía en la tierra. Como la arquitectura nacida para glorificar a Dios con pináculos y arcos ojivales ingrávidos, la música de las campanas sube como incienso o se mete bajo tierra al acompañar el adiós definitivo. Es un modo colectivo de expresión, no un capricho de un cura. Entiendo la molestia, pero la ciudad está llena de sonidos incómodos que no tienen contenido cultural, que no dicen casi nada valioso de nosotros mismos. El de la campana no es un ruido, es un sonido, por eso su protección, con las debidas cautelas para atender a todos los afectados, no es potestad de una iglesia. Es un patrimonio inmaterial aunque no lo declare la UNESCO y no deberíamos esperar a que lo haga para conservarlo, difundirlo y valorarlo. Es razonable la queja del Síndic y el ayuntamiento está obligado a cumplir las ordenanzas. Ahora bien, también debe ser cuidadoso con la sensibilidad de buena parte de los valencianos que se sienten vapuleados por creer o pensar de un modo distinto al del gobierno municipal. Tal vez el diálogo que añora el párroco de San Nicolás fuera un gesto. Con él o con cualquier otro. Pero el diálogo no parece ser distintivo de este ayuntamiento. Ni con él ni con otros.

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