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Urgente Manifestación de bomberos forestales en Valencia

Blasco Ibáñez y Estados Unidos

VICENTE RIBES-IBORRA

Domingo, 22 de enero 2017, 23:50

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Cruzar los Andes a caballo -emulando la aventura de los conquistadores-, pasmarse ante la corrupción de los militares mejicanos, o ser el escritor de moda en el cinematográfico Hollywood, no son experiencias al alcance de cualquier mortal. El novelista valenciano Vicente Blasco Ibáñez, que las vivió todas, vio cómo a partir de ese momento empezaba a experimentar profundos cambios en su personalidad que le llevaron a abjurar, soto voce, de su juventud revolucionaria. América le había impresionado de tal modo que a la vuelta del viaje que como conferenciante le llevó a conocer América del Sur en 1909, decidió pergeñar un ambicioso proyecto: colonizar los desiertos páramos australes. La corrupción de los políticos argentinos, las dificultades técnicas del proyecto, y el descontento de los campesinos valencianos que le habían seguido ciegamente confiando en sus promesas de redimirlos de la miseria, acabaron con la empresa y le hicieron abandonar las dos colonias que fundó, Cervantes y Nueva Valencia. El 10 de abril de 1914, en vísperas de la Gran Guerra, embarcado hacia Europa en un trasatlántico alemán, un derrotado Blasco dio por terminada su primera aventura americana.

Concluía con ello su primera etapa y empezaba una profunda transformación ideológica que le convertiría en una persona nueva, como escritor, como hombre y como político, que se confirmaría cinco años después, cuando fue invitado a dar unas conferencias en los Estados Unidos. Dar unas charlas en español en la costa Este de la Unión Americana, lengua desconocida por todos en aquellas latitudes, además de aventurado, era un brindis al sol. Blasco Ibáñez no sabía nada de inglés y, además, estaba orgulloso de ello, pues no intentó aprender ni los rudimentos de dicha lengua en los meses que mediaron entre la invitación y su viaje. Traducían sus conferencias, pero la comunicación era imposible. No resulta pues extraño que en los homenajes que recibió cayesen sus anfitriones y él mismo en los más ridículos tópicos sobre España, inaceptables para cualquier patriota. Mientras, Blasco, se dejaba querer, provocando, consciente o inconscientemente, dichos comentarios. Los que lo escuchaban veían en él un paladín contra la Inquisición, y aplaudían su anticlericalismo, católico, por supuesto, pues sus oyentes eran profundamente protestantes. Perdonaban su impostura socialista, pues Villa Fontana, donde vivía el valenciano, no era precisamente una casa de pescadores del Cabañal. Y les cautivaba el republicanismo blasquista, pues para los estadounidenses, monarquía y atraso eran sinónimos. Ni Blasco ni míster Williams Miller Collins, rector de la Universidad George Washington, que le invistió como profesor emérito vestido con los colores rojo y azul distintivos de la universidad, por ser los del uniforme del general Washington, sabían que aquellos uniformes habían sido regalados por el ilustre rey Carlos III y fabricados en Alcoy por los proletarios que Blasco decía defender años atrás. En todos los actos que protagonizó quedó patente la proverbial amabilidad y llaneza estadounidense y su buen hacer protocolario. En el Senado, Blasco se entrevistó con el vicepresidente del país. El presidente Wilson se excusó por hallarse indispuesto. Visitó la academia militar de West Point -en España ni se acercaba a la de Toledo-, el Capitolio de Washington, y recibió el homenaje de los representantes del Congreso.

Blasco, acompañado por Elena Ortúzar y por su indispensable doncella Casilda, emprendió viaje a Nueva York a últimos de octubre de 1919 y su estancia en América duraría hasta julio de 1920. Fue una merecida recompensa para el autor de la célebre novela Los cuatro jinetes del Apocalipsis, de gran éxito en Estados Unidos, que se traduciría en la versión cinematográfica protagonizada por Rodolfo Valentino. Sólo tuvo un contratiempo: contemplando las cataratas del Niágara recibió nuestro escritor más universal un telegrama con la noticia de la muerte de su hijo Julio César. El golpe, como es lógico, fue terrible.

Antes de regresar a España, Blasco recaló en México, respondiendo a una invitación del presidente Venustiano Carranza. Pese a ser recibido calurosamente, el país le desagradó profundamente. Le decepcionó doblemente, como «república» y como «hispana». El caos postrevolucionario, con regiones enteras en manos de la insurgencia, o el propio asesinato de Carranza, no hicieron más que aumentar su pesimismo sobre el futuro de México. Y ese desagrado lo plasmó en su obra El militarismo mejicano, que patentizaba su desazón al comprobar fehacientemente -sin barreras lingüísticas- el resultado práctico de sus propias ideas en un país hispánico. El mismo motivo le hizo arrinconar definitivamente su proyectada novela El águila y la serpiente, ambientada en el país azteca. De retorno a Europa, tras una breve estancia en Cuba, se embarcó el 6 de julio con destino a El Havre. Un nuevo Blasco Ibáñez, desarraigado, desmotivado y sin rastro de los postulados que habían embelesado a las masas de su patria chica, había completado su metamorfosis.

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