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CAMPO DE BATALLA

RAMÓN PALOMAR

Domingo, 8 de enero 2017, 23:52

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Un hombre a veces tiene que hacer lo que tiene que hacer. Llega un momento en el cual se impone actuar sin titubeos, con resolución. Algunas tareas segregan un halo ingrato terrible, aplazas el marrón, lo colocas en el cuaderno de los asuntos pendientes y transcurren los meses, los años. Intentas olvidar esa empresa pero en el fondo sabes que está ahí y que tendrás que solucionarla algún día. Te dices eso de «atrévete, tú puedes, venga, ánimo». Y por fin te lanzas. Sí, un hombre a veces tiene que hacer lo que tiene hacer.

Sin la prueba del carbono 14 sería de todo punto imposible averiguar la datación de las toallas de mi cuarto de baño. Ni siquiera astutos detectives como Mejías o Philipe Marlowe, tras titánicas pesquisas, descubrirían su procedencia. Algunas lucen el logotipo de marcas de refrescos chisposos, otras muestran el desvaído nombre de un hotel, y del resto se ignora la procedencia, aunque alguna lúgubre sospecha albergo. Así pues, en un arrebato de audacia, acaso de pura temeridad, me largué a las rebajas una tarde punta de hora punta dispuesto a comprar toallas mullidas, confortables, bellas, estupendas. Batallé contra individuos, individuas y matrimonios de roles indefinidos que gastaban pinta de haber visto naves arder en Orión. Usé los codos, derramé fiereza con la mirada, mostré el colmillo, mascullé tacos indecentes. Salí victorioso del campo de batalla con 6 toallas espléndidas de blancura nuclear. Caminaba por la calle agotado portando esa carga, proyectando aire entre buhonero adicto al coñac y hombre el saco. Ahí fue cuando me topé con un buen amigo. Él, verdadero padrazo, acompañaba a su hija adolescente para que esta se comprase sus cositas. No sé cuál de los dos lucía peor cara larga de fatiga reconcentrada y hastío a flor de piel. Ser hombre no siempre es fácil.

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