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LA CESTA

RAMÓN PALOMAR

Sábado, 10 de diciembre 2016, 00:22

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El primer mordisco de la crisis se llevó por delante la tradicional cesta de Navidad que colmaba los apetitos risueños de los curriquis así como el lado patriarcal de los empresarios chapados a la antigua. La magia destilada por la cesta nacía de ese gratis total que tanto nos seduce.

Recuerdo la primera cesta que recibí de la empresa. «Oye, que sólo faltas tú para recoger la cesta», me avisaron. Sonreí sorprendido, no me lo esperaba. Recién incrustado en el engranaje laboral no había caído uno en esos detalles entre domésticos y algo marcianos. «Vaya, así que lo de tener una nómina era esto», me dije cuando atrapé el regalo. La cesta no era cesta, sino aparatosa caja. La abrí en casa con cara de empleado de supermercado que anda enfrascado en tareas de inventario. Había una paletilla de jamón, una botella de vino tinto, otra de blanco, una especie de salchichón rugoso, un trozo de queso, el famoso bote de melocotón en almíbar, él no menos célebre bote de piña macerando en su mejunje, un turrón blanco, otro duro y no sé si una bolsita de peladillas. Torcí el morro al comprobar que esa cariñosa botella de whisky brillaba por su ausencia. Lástima. Me quedé el vino y repartí el resto (la paletilla de jamón para mí madre, claro). Al año siguiente, cuando las fechas de felicidad reglamentaria irrumpieron, fui yo el que preguntó un día: «¿Ya tenemos la cesta de este año?» Luego me dije: «Ya formas parte de la manada, macho, tan al loro de la cesta y tal...» Entendí que la cesta no era sino una suerte de soborno limosnero para fortalecer los vínculos entre el trabajador y su empresa. Y, en ese aspecto, funcionaba porque sentías la alegría del gorrón saturar tu cuerpo. Ahora el Supremo establece que los de las cestas es un «derecho adquirido». Pero más whisky y menos salchichón sospechoso, caray.

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