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EL CÁNCER  DEL DEPORTE

EL CÁNCER DEL DEPORTE

El dopaje ha hecho tanto daño que ya dudamos de cualquier proeza

FERNANDO MIÑANA

Domingo, 4 de diciembre 2016, 00:03

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Dejé de hablarme con Rafa Blanquer hace unos años, a raíz del primero de los muchos positivos de Josephine Onyia, su atleta, su protegida. Durante un tiempo le escuché con la devoción que merece el primer atleta español de la historia en romper la barrera de los ocho metros en salto de longitud y el entrenador de un grupo que contaba con Niurka Montalvo, Glory Alozie, Yago Lamela, Concha Montaner... Y muchas de las largas conversaciones que manteníamos durante entrenamientos, viajes o competiciones, las dirigía yo hacia un asunto que continuamente me angustiaba: el dopaje.

Blanquer siempre se expresaba con vehemencia en contra de las trampas, de los atajos, de las mentiras. Y para avalar su postura, el también presidente del València Terra i Mar juraba que si alguna vez encontraba una oveja negra en su rebaño, le cortaba el cuello. Hasta que se comprobó que la nueva estrella de su cuadra, Josephine Onyia, era una farsa. Lo primero que hice al conocer la noticia fue llamarle y pedirle que me confirmara que la nigeriana se iba fuera del club y de su grupo. Su respuesta me dejó blanco. El valenciano dijo que no podía ser verdad, que con la ayuda del doctor Jorge Candel la tenía bajo control y que tenía que haber sido un error.

Yo no he conocido error en control alguno. Las máquinas no fallan. Y en vista de que él no solo no expulsaba a su atleta sino que la defendía a capa y espada, recurriendo a argumentos tan burdos y manoseados como el de una carne adulterada, corté mi relación con él. El tiempo le dejó con el culo al aire, pues los positivos de Onyia se multiplicaron de manera sonrojante mientras él seguía hablando de una persecución judeomasónica.

Cuando la vallista cumplió su primera sanción, la entrevisté y, aunque ya nunca volvería a tener una relación cordial con una tramposa, le concedí un mínimo crédito profesional. Yo, en realidad, sería más duro. Como digo, no hay errores en los controles, así que cuando se demuestra que un deportista se ha dopado, le castigaría de por vida. O, como mínimo, le aplicaría lo que en el atletismo se conoce como la regla Osaka, que prohibía competir en los Juegos Olímpicos a todo aquel que hubiera sido sancionado por dopaje un mínimo de seis meses.

Pero yo no hago las reglas. De eso se encargan los expertos, gente que sabe mucho más que yo de todo esto. Y en el atletismo, por ejemplo, muchos vuelven a los dos años de haberse ayudado de sustancias prohibidas. Eso, por ejemplo, le sucedió a Sergio Sánchez, un fondista leonés que pasó por la nevera ese tiempo y que ya ha reaparecido. Sus buenos resultados en las competiciones de campo a través le hacían merecedor indudablemente de una plaza en la selección española que el próximo fin de semana disputa el Campeonato de Europa de cross, pero el director técnico, el reputado y respetado Ramón Cid, un hombre muy apreciado en el atletismo, tenía la potestad de no reclutarlo y así lo hizo, argumentando que perjudicaría el buen ambiente del grupo.

El atleta montó en cólera y, aunque no es santo de mi devoción, creo que tiene razón. Se había ganado un puesto en ese campeonato y quiénes somos los demás para negarle una segunda oportunidad a una persona si los reglamentos deportivos así lo sugieren.

El problema del dopaje es que se ha convertido en un cáncer para el deporte. El espectáculo está en entredicho por la legión de tramposos que han poblado las competiciones. Cuando uno ve una exhibición, lo primero que piensa, y a mí me pasa, es si será veraz, si no será una trampa. Si no seremos tan ridículos de emocionarnos con algo, con alguien, que más adelante leeremos que era falso.

Los Juegos Olímpicos parecen haber perdido el poder de atracción que siempre tuvieron y que se acentuó especialmente cuando el español Juan Antonio Samaranch tuvo las riendas. La credibilidad del deporte está bajo mínimos y por eso yo reclamo más dureza. Mano dura contra los que están cargándose algo tan hermoso y ejemplar como el deporte. Pero tampoco perdamos el juicio. Al tramposo hay que expulsarlo del deporte y punto. No es necesario llevarlo a la hoguera ni lapidarlo en una plaza pública. Del mismo modo que tampoco creo que debamos saltarnos las normas y crear las nuestras propias.

Eso es lo que le pido a Raúl Chapado, flamante presidente de la Rea Federación Española de Atletismo, un dirigente con el que espero que el atletismo retome el vuelo y que devuelva a Valencia el apoyo que ha encontrado aquí con Vicente Añó y Pepe Peiró, muy cerca ambos de su círculo de confianza.

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