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El diario de Faustina Kowalska y nuestro mundo

PEDRO PARICIO AUCEJO

Sábado, 19 de noviembre 2016, 00:04

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Mañana concluirá el Año Jubilar de la Misericordia, con cuya celebración el Papa Francisco ha pretendido propiciar un mejor conocimiento del verdadero rostro de Dios y de los hombres, que no es otro que el de la misericordia. La actitud de Dios con respecto a la humanidad es clara desde el principio: en lugar de dejarla a merced del mal, diseñó su redención por parte de Jesucristo. Este Dios-hecho-hombre asumiría como propia en su corazón -para transformarla- toda la miseria humana, que de suyo le era ajena. Se trata de una omnipotencia plena de amor, cuya fuerza vence la resistencia de la iniquidad hasta superarla. La misericordia se muestra así como la vía que une a Dios y hombre. Si, por desear el bien de la humanidad, Dios se siente responsable de ella y su misericordia es la forma de ejercer dicha responsabilidad, también el hombre ha de seguir el proceder divino: su responsabilidad ha de ser ejercida desde una misericordia que custodie la correcta continuidad de la historia humana.

A lo largo de los tiempos, han sido muchos los propagadores de esta misericordia divina. En época reciente, Faustina Kowalska (1905-1938), por medio del 'Diario' que escribió a instancias del Señor, se convirtió en su apóstol por excelencia. En esta obra traducida a multitud de idiomas, la religiosa polaca -persona sencilla y poco instruida, pero de intensa vida mística- registró todo lo que Jesús le pidió, describiendo los encuentros de su alma con Él, hasta hacer extraordinariamente accesible este misterio a la humanidad. Faustina hizo de su existencia un canto a esta misericordia, que meditó en la Palabra de Dios y experimentó en su personal vida cotidiana.

Hija de un matrimonio campesino de la aldea de Glogowiec, cuando cumplió 16 años -para ayudar a sus padres en el sostén de su numerosa familia- tuvo que trabajar como empleada doméstica en casas acomodadas. En 1925 entró en la Congregación de las Hermanas de la Madre de Dios de la Misericordia, ejerciendo como cocinera, jardinera y portera, al tiempo que recibió abundantes gracias extraordinarias: revelaciones, visiones, estigmas ocultos, participación en la Pasión del Señor, bilocación, conocimiento de las almas humanas, profecía, desposorios místicos y contacto vivo con Dios, la Virgen, ángeles, santos y almas del purgatorio. Extenuada físicamente por la enfermedad, murió a los 33 años, siendo canonizada el 30 de abril de 2000.

Entre la primera y la segunda guerra mundial del siglo XX -tiempo en que se desarrollaron el nazismo y el comunismo-, Cristo confió a Faustina Kowalska su mensaje de misericordia, convirtiéndose así en pregonera de esta verdad, la única capaz de contrarrestar el mal de aquellas ideologías. Quienes fueron testigos de esos años -como sucedió con San Juan Pablo II (1920-2005)-, cuantos participaron de los horribles sufrimientos que los sistemas totalitarios y los conflictos bélicos produjeron a millones de personas, y todos los que conocen bien aquella época saben cuánto bien aportó el anuncio de la misericordia en dicho momento histórico (Jesús dijo a Faustina: «La humanidad no encontrará paz hasta que no se dirija con confianza a la misericordia divina»).

El fallecido pontífice interpretó este recado como si Cristo hubiera querido revelar que el mal -que tiene al hombre como causa y víctima- nunca consigue la victoria definitiva, pues encuentra su límite en la Divina Misericordia. El corazón de Cristo resucitado y glorioso, afirmó Karol Wojtyla, es la «fuente de la que brota la gran ola de misericordia que se derrama sobre la humanidad». De ese corazón vio salir Faustina Kowalska dos haces de luz que iluminaban el mundo: uno, el de la sangre, que evoca el sacrificio de la cruz, y otro, el del agua, el don del Espíritu Santo, con el que Cristo derrama su misericordia sobre la humanidad.

Como en el siglo pasado, también en el XXI, a la hora de hacer frente a los múltiples desafíos de la actualidad mundial (guerras, masacres planificadas, hambrunas, pobreza, injusticia social, explotación, terrorismo, inmigración, desastre ecológico, pérdida del sentido moral, desesperación existencial.) es necesario percibir la profundidad de la misericordia divina, para la que toda persona es valiosa a los ojos de Dios. A este respecto, Jesús ordenó a Faustina Kowalska: «Escribe que cuanto es más grande su miseria, tanto mayor derecho tienen a mi Misericordia. Llamo a todas las almas porque deseo salvarlas a todas. La fuente de mi Misericordia ha sido abierta para todas las almas con el golpe de la lanza en la cruz. No he excluido de ella a ninguna».

Por ello, este mensaje consolador va dirigido sobre todo a quienes más necesitados están de una luz que les haga ver su dignidad personal, que reconstruya su relación con Dios y que les suscite una nueva forma de solidaridad con los demás. Pero va destinado también a quienes tienen ya confianza en Cristo y se dejan impregnar por el calor de su Espíritu. A unos y a otros -para sobrellevar el desvalimiento de la condición terrenal- resulta imprescindible este inagotable surtidor de amor. Por eso., aun sin saberlo, lo buscan todos en todo.

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