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Arrasar Sodoma

Trump, Iglesias y Le Pen desprecian el discurso oficial y hacen creer que el suyo está libre de ataduras con grupos de poder

Mª JOSÉ POU AMÉRIGO

Viernes, 11 de noviembre 2016, 00:00

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Lo mejor de ver a Donald Trump en la Casa Blanca es pensar que algún día Lisa Simpson será presidenta. Eso es, al menos, lo que espera cualquier aficionado de 'Los Simpson', una serie en la que se anunció la presidencia del magnate rubio pajizo hace nada menos que 16 años. En un episodio emitido a comienzos de siglo, la hija lista e íntegra de la familia amarilla asumía el poder tras la presidencia nefasta de Donald Trump. Si aquello fue el pronóstico de una locura que nadie creyó que se fuera a hacer realidad, no nos queda más que confiar en que el futuro nos traiga un contrapunto amable dentro de ocho años.

Lo cierto es que nuestra incredulidad es directamente proporcional al desconocimiento de la realidad norteamericana más allá de las grandes urbes, de las películas taquilleras y de la imagen fabricada por la televisión, las redes y el glamour fashion del país americano. A menudo, preferimos creer que América es lo que aparece en 'Sexo en Nueva York' o 'El diablo viste de Prada' antes que la dureza, la desesperanza o la falta de oportunidades de 'Winter's Bone' o 'Precious'. Sin embargo, esa es la América real que pretende protegerse de las amenazas que ve en los extranjeros, los desheredados, las grandes elites o simplemente los diferentes. Esa es la que ha querido dar una patada a las caras bonitas prefabricadas por los asesores de imagen en el trasero de Clinton. Frente a ella, se presentaba alguien capaz de ser políticamente incorrecto. Y eso se interpreta hoy como sinónimo de libertad. Ahí radica la cuestión.

Se vincula a Trump con los populismos europeos y algunos se llevan las manos a la cabeza negando cualquier comparación entre el republicano del que reniegan hasta los suyos y los miembros destacados de Syriza en Grecia o de Podemos en España. Es cierto que se sitúan en puntos distintos del espectro ideológico pero no de la convicción de estar por encima de los discursos institucionales dominados por los biempensantes. Trump, Iglesias o Le Pen tienen algo en común: desprecian el discurso oficial y hacen creer que el suyo propio está libre de cualquier atadura con grupo de poder alguno. Todos ellos se presentan como voces libres que no son sometidas; como representantes de una humanidad nueva, liberadora, capaz de molestar diciendo verdades como puños. Así adquieren cierto rol de libertadores de las conciencias y señalan al mundo actual -el establishment de Washington, el IBEX-35 o la troika dirigida por Merkel- como el enemigo a batir. Se les vota porque se proyecta en ellos al superhéroe que nos ayudará a vivir en un mundo mejor y cuya proeza comienza con la palabra. Se les vota contra el mundo como si ellos tuvieran el poder divino de arrasar Sodoma y Gomorra y empezar de cero con los verdaderos justos que son sus seguidores. Si preocupan es porque no pretenden arreglar lo que está estropeado sino arrasar y construir sobre las cenizas.

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