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LA PLAZA DE LA REINA

TEODORO LLORENTE FALCÓ

Sábado, 29 de octubre 2016, 00:34

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La plaza de la Reina es de nuestro tiempo, no tiene aún los cien años de existencia, y constituyó durante todo ese tiempo viva inquietud para la mayoría de los valencianos, primero porque, pensando que sería el centro de la vida activa valenciana, para ella tenían los más acariciadores proyectos; después, porque las exigencias de los ensanches modernos les acuciaron a realizar una reforma de ensanche, que ahora s está realizando.

Comenzó a elevarse a la categoría de plaza tan estimable de los valencianos cuando, allá por el año setenta y tantos de la pasada centuria, se derribó el viejo y destartalado convento de Santa Tecla, cuyo solar ocupa hoy la manzana que recae también a las calles de la Paz y del Mar.

Los recuerdos del Setentón sólo alcanzan a cuando dicha manzana hallábase ya edificada y en una de las plantas bajas de ella, recayente a la plaza, estaba la confitería de Eugenio Burriel, aquel confitero que gozaba comiendo dulce selecto, y que en esto, precisamente, estribaba su prestigio industrial, porque no pasaba semana que no llenase sus numerosos y amplios escaparates de alguna composición nueva. Esta confitería, la más espaciosa de Valencia, fue la primera en introducir entre la sociedad más selecta la costumbre de comer pasteles en el mismo establecimiento. Junto a esta confitería tenía Singer una sucursal, y despertaba la curiosidad ver a través de los cristales de la fachada cómo trabajaban, dándole los pies y las manos a las máquinas, algunas muchachas. Seguía el café de 'El Siglo', otra novedad de aquel tiempo, porque fue el primero que se instaló cuidando toda clase de detalles, con sus mozos bien uniformados, sus grandes salones de tresillo y dominó en el entresuelo, sus conciertos. Allí comenzaron a formarse las primeras 'peñas', cuyas tertulias tanto influyeron en la vida política y social de Valencia.

En otro de los paños de pared estaba el entonces modernísimo comercio de 'La Isla de Cuba', de los hermanos Campoy; aún vive uno de ellos, y por muchos años. Los mantones de Manila fueron siempre una de las especialidades de la casa. ¡Y qué mantones! ¡Cuántas historias no se urdieron en torno de más de un mantón regalado rumbosamente por algún comprador! Frente a la nueva manzana de que hablamos, acaparando todas las plantas bajas, estaban los comercios dedicados a la confección y venta de gorras de todas clases, pequeños establecimientos en que sólo se vendía dicho género. La única excepción dábala la sombrerería de Mira, una de las predilectas entre la gente joven.

Otra excepción era una casuchita, la más pequeña de Valencia, que escasamente tenía un metro de fachada y dos de profundidad, destinada en su planta baja a puesto de venta de diarios y revistas.

En uno de los pisos de las gorrerías tenía su peluquería Boví, establecimiento muy bien montado y favorecido por la 'creme'.

En el cuarto plano de pared, ya muy reducido, porque la plaza tenía forma triangular y allí abríase la bocacalle de Campaneros, estaba la guantería de Marieta, la obligada de toda la gente elegante; Luis Medrano, Paco Gras, Luis Santonja y otros 'pollos', algunos con espolón, tertuliaban en ella.

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