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Alan, en un piso de acogida de la asociación Obra Mercedaria de Valencia. :: damián torres
Las rejas de la libertad

Las rejas de la libertad

La droga llevó a Alan a robar a su propia madre, Carlos ha estado una década de celda en celda, Rubén se sabe un afortunado por tener trabajo tras cumplir condena por asaltos

ARTURO CHECA

Sábado, 30 de abril 2016, 21:23

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A Alan se le enternecen los ojos cuando habla de mamá. Pero al mismo tiempo, el niño en un corpachón de 25 años se asoma a un pozo sin fondo del que logró salir hace demasiado poco. El abismo de las drogas. «Me gustaría poder hablar con mi madre, abrazarla y decirle que lo siento». La heroína y cocaína lo empujaron a insultar a su madre. A amenazarla. A robarle para poder seguir consumiendo. Y lo llevaron a la cárcel para cumplir una condena de cuatro meses. Desde noviembre de 2015 no se mete ni un gramo de heroína o cocaína en el cuerpo. Pero lleva adelante una lucha igual de feroz. Rehacer su vida. Al salir en marzo de la cárcel de Picassent no tenía adónde ir. Una orden de alejamiento de su madre le impedía volver a casa. Ella quería que se anulara la orden, pero la ley no lo permite. De no ser por el piso de inserción de la asociación Obra Mercederia de Valencia en el que reside en el barrio del Carmen de Valencia, vagabundearía por la ciudad. «No cobro nada. Sólo con lo que me ayuda mi padre». El mismo que lo espera en la estación de un pueblo de Valencia para abrazarlo, mientras su madre aguarda alejada, y con el corazón encogido, dentro de un coche.

«Sin pisos como este estaría en la calle. O preso otra vez». Al lado de Alan escucha Carlos. A sus 42 años se ha pasado 10 de cárcel en cárcel. Al verlo uno no puede evitar recordar a 'Releches', el preso al que magistralmente interpreta Luis Zahera en 'Celda 211'. Politoxicómano, tatuado, con mirada de lija y hablar arrastrado. «Robaba de todo. Bancos, tiendas, de todo...», reconoce Carlos, mirando fijamente a los ojos. «De todo» es también la respuesta a qué se ha metido en el cuerpo, la droga que le llevó a cometer robos con fuerza e intimidación, desordenes públicos, resistencia a la autoridad... Sus ojos se iluminan al recordar que lleva «27 meses sin consumir». Hasta que se cruza una sombra. «Hace poco tuve un tropiezo». Pero se jura a sí mismo que no va a volver a drogarse ni a la cárcel. «La sociedad no debería rechazarnos. Hemos cometido un error, lo hemos pagado y estamos arrepentidos. No soy ningún santito, lo sé. Pero no somos bichos raros, sino personas con dificultades que pedimos otra oportunidad».

La mirada de Rubén se ilumina cuando menciona a su niña. Su tesoro tiene 11 años y vive en Barcelona. Allí se quedó su antigua vida. La que le llevó al abismo de irse de casa muy joven, beber, fumar porros, cocaína, pastillas... «Dejé atrás aquello. Hablo con ella por teléfono». Vuelve a referirse a su hija. Su tesoro. Antes le mentía, le ocultaba que había estado seis años en la cárcel por dar 'palos' a supermercados para acallar con miles y miles de euros al monstruo de la heroína. «Ella ya sabe que he estado en la cárcel. Ahora le digo a todo el mundo que conozco cuál es mi pasado en prisión». Rubén se sabe «un afortunado». Salió de prisión a finales de 2014 y hoy ya tiene un empleo. Explotado en un restaurante de Valencia pero con 1.300 euros a final de mes. Acepta que las cárceles deben existir, pero con una profunda reforma. «Ahora son un castigo. Y punto. No cumplen su función de rehabilitación».

Alrededor de dos centenares de presos salen cada año de las cárceles de la Comunitat. Son cifras no oficiales, las que barajan ongs y entidades sociales. Ni Instituciones Penitenciarias ni sindicatos de funcionarios manejan estadísticas al respecto. Otra prueba de la dejadez del Estado con el regreso a la sociedad de los internos. Un erial como el de los pisos de reinserción. Con más de 6.000 reclusos actualmente en las prisiones de la Comunitat, un ejemplo: en la ciudad de Valencia hay menos de 50 viviendas tuteladas de este tipo. Viviendas cedidas por el Ayuntamiento de Valencia y regentadas por entidades como la Obra Mercedaria.

Sin subsidios

Alan baja la vista cuando recuerda que su madre no tuvo otro remedio que denunciarle por sus robos. El primer paso hacia una celda en Picassent. El último empujón de una caída que empezó al quedarse sin trabajo, perder la pareja, dejar los estudios en la ESO... Un pelele en manos de las drogas. «Me arrepiento mucho del daño que he hecho».

En marzo salió en libertad. Hoy teclea en busca de ofertas de trabajo en un ordenador de la sede de la Obra Mercedaria. No recibe prestación económica alguna. Como tantos jóvenes españoles parados. «No hay subsidios ni ayudas públicas». En prisión pidió ayuda a los educadores de la Obra Mercedaria. La orden de alejamiento de su madre le impedía volver a su pueblo. Hoy su hogar es un piso en el Carmen que comparte con Carlos y Rubén. Con un salón sin sillas y baños y cocina muy humildes. Con una libreta en el pasillo en la que puede leerse «limpiar, friegue, cocina...», las tareas que se reparten los miembros de la casa. Un 'refugio' en el que aprender hasta a darle al botón de la lamparilla de noche... «En prisión te encienden y te apagan la luz a una determinada hora. Eres como un autómata. Cuando sales tienes que acostumbrarte hasta a desconectar la lámpara».

La «doble condena» por la falta de ayuda

  • Nada más entrar en prisión se despoja al interno del DNI y se le entrega un número de identificación carcelario. «Se le dice, ha dejado usted de ser ciudadano». Al salir, «para las víctimas hay red asistencial, y por supuesto que debe haberla. Pero para los presos que cumplen su pena, no hay ninguna ayuda, y así tienen una doble condena», denuncia Geles Ortí.

  • La educadora social de la asociación Obra Mercedaria de Valencia critica que no llegue ni a 50 el número de pisos de inserción en la ciudad de Valencia. Y apenas algunas decenas de plazas asistenciales y de reeducación «para una macrocárcel como la de Valencia». O con trampas burocráticas como que al interno «le sale mejor no trabajar, así que dan ganas de decirle que se tumbe al sol en el patio y no trabaje, porque luego le van a dar más ayuda fuera con el tiempo de subsidio carcelario».

Carlos lleva dos años sin conseguir trabajo. «Te ven tatuajes, pendientes y te dicen que nada...». Sobrevive con 400 euros del subsidio del Servef. Una trampa burocrática le hizo perder 21 meses de 'paga carcelaria' por su estancia en prisión. Acabó cobrando por los trabajos que realizó entre rejas. «Dentro de cinco meses que se me acaba, veremos...». En prisión comprobó cómo de sólo se había quedado. «Nadie va a verte. Te pierdes tú y lo pierdes todo. Te matas tú y a los que tienes a tu alrededor: a tu familia, a los amigos, a los que has robado...».

«Muy fácil volver a caer»

Hoy aún aprieta las manos cuando recuerda lo que significa pasar casi un día entero en una celda de aislamiento por enfrentarse a funcionarios y presos. «Allí te vuelves loco». Pero Carlos ya ha aprendido a encender y apagar la luz para salir de la oscuridad. «He conocido a mi sobrina de nueve años y desde hace cinco meses estoy orgulloso, por primera vez en mi vida, de todo lo que hago». Pero ha aprendido por propia convicción personal. «Las prisiones no son la solución. Si de diez robos, ocho los haces para drogarte, la solución es meterte en un sitio para rehabilitarte».

Sin programas específicos de rehabilitación del Gobierno, con escasas ayudas y cero viviendas públicas de inserción, entidades como la Obra Mercederia, con 20 años de trabajo en Valencia, se convierten en una de las escasas maderas a las que pueden agarrarse los presos para no hundirse otra vez en el naufragio de la delincuencia. «Es muy fácil volver a caer. Yo ahora trabajo más de nueve horas todo el mes para llevarte 1.000 euros y antes tapándome la cara y entrando en una tienda, con un par de golpes te llevabas tres veces más», reconoce Rubén sin tapujos. Tan claro lo tiene como que no quiere volver a pisar una celda. Ni a saber nada de las drogas. Lleva ocho años limpio, desde que fue encarcelado. Y coincide con Carlos en cómo otros países tratan de distinta manera a los toxicómanos. Un conocido suyo fue arrestado traficando cocaína en Holanda. «Como era consumidor de esa droga, lo consideraron un enfermo y no lo mandaron a prisión, sino a un centro de deshabituación».

Y entre rejas es «tremendamente fácil pillar», subraya Rubén. Idéntico parecer el de Carlos. «Hay mucha más droga en las prisiones que en la calle. Cuando no la mete un interno, la mete un familiar, o si no un funcionario, que alguno también hay...», asegura el exinterno. En Picassent existe un módulo especial para reclusos jóvenes. Pero en la mayoría de centros penitenciarios de España, no los hay. «¿Qué hace un chiquillo de 19 años en la prisión con gente con un montón de delitos a sus espaldas? Nada bueno, ya te lo digo yo», enfatiza Carlos con su mirada de lija.

«Se puede salir»

Alan tiene un hermano mayor con el que no se relaciona «mucho». Carlos 'cree' tener al suyo en Barcelona. Con su hermana sí ha renacido la unidad «No tengo hijos. Que yo sepa...», sonríe con un poso amargo. Rubén rompió con todos sus amigos anteriores. Hace dos meses conoció a una chica en redes sociales. Hoy son pareja. Aves Fénix que renacen de sus cenizas. «Tu vida es un caos», resume Carlos sobre lo que precede a su llegada al trullo. Ahora, en el piso de inserción, se han convertido en faros para otros reclusos. Para los que salen de permiso o en tercer grado y se alojan unos días en los pisos de la Obra Mercedaria. «Nos convertimos en su punto de referencia, en la demostración de que se puede salir». En el mismo edificio vive Geles Ortiz. La verdadera ángel de la guarda de los presos, educadora social de la asociación. «Saben que me tienen 24 horas al día. ¡Pero a partir de las ocho, salvo que se estén muriendo, no estoy!», bromea. Es el alma mater de la Obra Mercedaria, junto a Alba Cañizares o Andrés Fenollar, los otros educadores. «Yo no me considero capacitada de educar a nadie. Yo soy su amiga y les acompaño a donde haga falta», puntualiza Geles.

Cuesta imaginarse a Carlos con lágrimas en los ojos. Pero por su rostro pétreo han corrido más de una vez entre rejas. «Aunque seas muy duro, el que diga que no ha llorado en prisión, es mentira». Habla en pasado de las drogas, aunque sigue yendo a la Unidad de Conductas Adictivas y medicándose contra «la agresividad y la impulsividad». Sin los 'chutes' se le cayó la venda de los ojos. «Entonces te das cuenta del daño que has hecho».

La calle es un topetazo con la cruda realidad. «Yo ahora tengo más problemas que en la cárcel: sacarme el SIP (tarjeta sanitaria), el DNI, los papeles del paro...», señala Carlos. Tras su condena, los internos tienen que aprender a reconstruirse como personas. «En la cárcel llega uno y te pide las zapatillas. Tienes dos opciones: o te das la vuelta y te vas, mientras te llama cobarde y de todo, o te vas al cuarto de baño y te partes la cara con él». En libertad sólo se puede mirar a los problemas de cara. La única forma de escapar de las rejas de la libertad.

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