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Pepe Beunza, retratado esta semana delante del Gobierno Militar de Valencia :: irene marsilla y archivo pepe beunza
El hombre que no quiso ser soldado
suplemento v

El hombre que no quiso ser soldado

Pepe Beunza fue el primer objetor de conciencia por motivos políticos, en 1971, y cumplió tres años de condena. «La España franquista no entendía que alguien rechazase el honor de hacer el servicio militar»

carlos benito

Lunes, 24 de febrero 2014, 03:13

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En 2014, el movimiento antimilitarista tiene unos cuantos aniversarios redondos que celebrar: el jueves pasado, por ejemplo, se cumplieron 25 años de las primeras presentaciones públicas de insumisos, y en diciembre hará 30 años que se aprobó la Ley de Objeción de Conciencia, tan insatisfactoria por plantear la prestación social como alternativa obligada. Pero Pepe Beunza, el primer objetor español por motivos políticos, tiene una efeméride que le toca más de cerca, y que además nos permite contemplar el amanecer de esa lucha contra el servicio militar: en marzo de 1974, Pepe concluyó por fin su condena de más de tres años, que le había llevado por diez cárceles hasta terminar en el batallón disciplinario del Sahara. Él fue el pionero de la desobediencia en nuestro país, un bicho raro al que las autoridades contemplaban como si fuese un marciano.

«No entendían nada. Ni siquiera existía el delito de objeción, no se concebía que una persona no quisiera tener el honor de hacer el servicio militar. En la España franquista, los obispos bendecían los desfiles y los cañones y las familias decían a los niños que la mili les haría hombres, y después ponían en el salón la foto de la jura de bandera», recuerda este hombre nacido en 1947 en Beas de Segura, provincia de Jaén. Su padre era un notario navarro de ideología carlista, culto y políglota. El abuelo, un político tradicionalista con calle en Pamplona, que había sido fusilado por milicianos al comienzo de la Guerra Civil. Cuando Pepe tenía 9 años, la familia se afincó en Valencia, y ahí fue donde empezaron a florecer sus inquietudes: se hizo 'boy scout', trabajó como voluntario en una leprosería, incluso entró en el seminario de los capuchinos, pero cuando llegó a la universidad, para estudiar ingeniería técnica agrícola, se metió hasta el cuello en el Sindicato Democrático de Estudiantes y la lucha antifranquista.

Era aquella una España en la que se había abierto un abismo cultural entre el oficialismo y unos jóvenes que buscaban ávidamente rendijas de libertad. Pepe viajó por varios países de Europa haciendo autostop y visitó comunidades como El Arca, fundada en Francia por un discípulo de Gandhi, donde la no violencia iba emparejada con el yoga, el vegetarianismo y la agricultura ecológica. En esos itinerarios por el continente, el barbudo español descubrió la objeción de conciencia, un concepto que en España era radicalmente desconocido: aquí, los únicos que se negaban a hacer la mili eran los testigos de Jehová, pero Pepe fue comprendiendo que sus ideas se habían vuelto incompatibles con una imposición que le repugnaba. «Me considero un objetor político: no era solo un gesto personal, buscaba una ley, un derecho. Desde que conocí la objeción de conciencia hasta que me decidí, pasaron unos dos años. Fue un proceso lento y se produjo, sobre todo, a raíz de las conversaciones con los objetores franceses y los grupos que habían luchado de manera no violenta contra la guerra de Argelia. Fueron mis mejores maestros».

- ¿A qué miedos tuvo que sobreponerse?

- Tenía mucho miedo a la represión: había participado en la lucha antifranquista y había estado detenido dos veces, así que sabía lo que era. Pero mi miedo más importante era a no cumplir las expectativas. Todos confiaban ya en que iba a hacer objeción de conciencia, había hasta una campaña internacional preparada, y yo no sabía si al final me echaría para atrás. Tuve miedo a no atreverme, porque era un camino muy solitario. Cuando me metieron en el calabozo, me sentí a la vez preso y tremendamente liberado.

Pepe se preparó bien para la cárcel. Aprendió yoga, aprendió a tocar la flauta, aprendió a hacer artesanía... Practicó el ayuno, por si se terciaba una huelga de hambre, e incluso acudió a un gabinete psiquiátrico: allí pensaron que quería que le declararan loco para librarse de la mili, pero era más o menos lo contrario, pretendía que le certificasen su cordura antes de negarse a hacerla. Y, el 12 de enero de 1971, salió de la casa familiar de Valencia, se plantó en la caja de reclutas y dijo que él ni siquiera pensaba probarse el uniforme. Su primer destino fue la cárcel Modelo de su ciudad, mientras en varios países de Europa arrancaba la campaña internacional al grito de 'Libertad para Pepe', un nombre que resultaba muy simpático a los extrajeros. Tras el consejo de guerra por desobediencia, fue trasladado a Jaén, un penal dedicado a presos políticos. Aquella cárcel venía a ser un raro reverso de la España franquista.

- Usted la ha descrito como «una isla de libertad».

- Es que estábamos todo el día discutiendo, porque allí se podía, nadie era clandestino: discutías con la gente de ETA, con la gente del FRAP, con los del PCE (m-l), con los anarquistas... Yo discutía con todos, claro, porque la izquierda también era muy militarista en aquellos tiempos y no me entendían. Aprendí mucho, me sirvió para afianzar mis ideas y argumentarlas mejor. Y me apuntaba a todos los cursillos: aquellos cursillos de marxismo-leninismo, tan aburridos...

- ¡Incluso hizo un cursillo de explosivos!

- Claro, porque ETA organizaba allí cursillos de mil cosas, y yo no me perdía ninguno: era una esponja, quería aprender de todo. Salí mucho más convencido de que la violencia no resuelve los conflictos, es una trampa que favorece a los más fuertes. Yo les decía a todos que no hay que matar, sino solo desobedecer, porque la fuerza está en nosotros y no en el poder.

Salió en noviembre del 71, pero estaba obligado a presentarse en el cuartel para cumplir el servicio pendiente. «¡Mi patria es el barrio de Orriols!», replicó él, y antes de fin de año ya estaba otra vez entre rejas. Condenado por deserción, pasó por un montón de prisiones y remató la peripecia con quince meses en el Sahara. «El batallón disciplinario era un sitio alucinante. Era el cuartel de la Legión: los legionarios iban de verde y nosotros, los corrigendos, de marrón. Éramos como los leprosos del cuartel. No hacíamos instrucción ni teníamos armas, porque una vez que dieron armas a esa unidad habían matado al capitán. Por las noches, aquello parecía un 'saloon' del oeste». Pepe y un amigo establecieron un curioso negocio de venta de pipas y cacahuetes, casi cómico en aquel entorno hostil.

- ¿El sentido humor ha sido importante en el antimilitarismo?

- En la lucha no violenta, como no hay que acabar con el adversario, el humor juega un papel muy importante: rebaja la tensión y sirve para mantener el espíritu positivo. No es una cosa mía: si te juntas con un grupo de insumisos, te ríes muchísimo.

- Las historietas de la objeción y la insumisión son un poco como las de la mili, ¿no?

- Algo así. Hay gente que lo pasó fatal en la mili, porque les humillaban, pero luego se juntan y parece que lo pasaron en grande. Esto es un poco parecido, solo que aquí escogimos el terreno nosotros.

- ¿Qué fue lo peor de la cárcel?

- La soledad, claro. Después, siempre recomendé a los objetores e insumisos que hicieran un grupo. Y también se hace muy duro cada cambio de cárcel, porque desaparecen todas tus referencias, vas desprevenido.

Domesticados

El final de la condena no supuso el final de las reivindicaciones. Pepe Beunza se estableció en Barcelona y organizó la objeción colectiva del barrio de Can Serra, en L'Hospitalet. Y ahí continúa, en la pelea, dispuesto a alzar la voz y tocar su tambor contra todo lo que considera injusto: ni siquiera pudo celebrar debidamente la supresión del servicio militar obligatorio, en 2001, porque justo empezaba la guerra de Irak. «Estuvimos a punto de cumplir el sueño de todo pacifista: vaciar los cuarteles, que a un reemplazo no fuese nadie. Por eso tuvieron que adelantar el final de la mili, que estaba previsto para 2012. Pero la lucha sigue, tan importante hoy como entonces, ya que el problema del militarismo es terrible. Todos tenemos quince condenas a muerte, porque hay armas atómicas para destruir quince veces la vida sobre la Tierra».

- Mirando desde el presente, uno se pregunta si había alguien que estuviese a favor de la mili.

- Le contaré lo que me pasó hace poco. Vine de Bilbao a Valencia y el avión llegó con dos horas de retraso. Fui a la ventanilla de reclamaciones: pues bien, fui el único de cincuenta y tantos. Me dicen 'es que eres un broncas', y no, es que me parece lo lógico. En aquella época, era alucinante que hubiese que dejarlo todo por la mili, pero la gente iba. Solo se entiende por la domesticación colectiva y el castigo al disidente.

- ¿Tenemos que acostumbrarnos a protestar más?

- Si no luchas, estás perdido. No hay conquistas para siempre: lo estamos viendo ahora en enseñanza, en sanidad, en derechos laborales... Los jóvenes solo tendrán aquello que sean capaces de conseguir luchando.

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