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Juan Antonio Marrahí
Martes, 17 de marzo 2015, 23:57
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Alguien tenía que trabajar aquella madrugada. Esa noche era como un puente que nos llevaba a otro año, a otro siglo y a otro milenio. Y eso era mucha cosa. Había duda sobre si los sistemas informáticos iban a aguantar semejante movida. Voces apocalípticas sugerían que cuentas bancarias, luces, semáforos, suministros y toda la parafernalia electrónica podía marearse y hasta desvanecerse con el tránsito al 2000.
Y claro, si aquello sucedía había que estar alerta. El efecto 2000 era como un dragón dormido del que nadie se fiaba. Y allí estábamos, en la calle, en aquellas primeras horas del 1 de enero de 2000. El comando estaba formado por el fotógrafo Vicente Martínez y el que escribe, dispuestos a cazar y narrar consecuencias de la posible avería allá donde se produjeran.
Llevábamos el equipo propio de las noches de patrulla, aquellas en las que, por amor al arte, salíamos a callejear en busca de noticias: el viejo Nokia con esas extrañas teclas afiladas, libretilla, boli, bocadillos y cocacolas. Por aquel entonces todavía usábamos el radioescáner, aparato del diablo que nos soplaba las transmisiones policiales y bomberiles para llegar antes que nadie. Un incendio, un coche volcado, un navajazo. Era útil para actuar con premura, pero nos infligía un severo castigo mental con sus constantes ruidillos, emergencias y acoples de sonido.
Y al final aquella noche no pasó absolutamente nada relacionado con el cacareado peligro global. Programadores y cerebros de la electrónica actuaron con sabiduría y los artefactos no se volvieron más locos que la gente que inundaba las calles. Efecto 2000, poco, pero alegría había para llenar camiones. El delirio inundó la Nochevieja del triple cambio temporal. Algunos lucían unas feas gafas con los ceros del nuevo año entre sus ojos y hubo un sinfín de atenciones por borracheras. Un niño perdido en la plaza del Ayuntamiento fue la primera emergencia policial del milenio.
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